Aclaración hermenéutica ante la inminente publicación del segundo volumen de conferencias en Argentina de Aleksandr Dugin: “Identidad y soberanía: contra el mundo posmoderno”
Con la publicación del segundo volumen de conferencias de Aleksandr Dugin en la Argentina, Nomos completa la presentación general de las ideas fundamentales del autor. A partir de ahora, la pronta aparición de sus obras principales encontrará ya una amplia resonancia hermenéutica en el gran público. Para nosotros, esta familiaridad previa es fundamental. Ningún contenido puramente teórico cae desde ninguna alta esfera que no entre en diálogo ya con el sustrato de saberes y prácticas que constituye la historia del ámbito de “recepción” de la misma. Pero nosotros, antes que en términos de “recepción” o “traducción” preferimos caracterizar nuestra propia labor como una apropiación y recreación expresa de las valencias semánticas puestas en juego en una obra.
Pasamos a explicarnos. Nada se recibe ni es dado a una comunidad si no puede ser comprendido y tramado por su propio mundo, en su propia lengua. Si queremos llamar a esto “disponer de una traducción”, debemos salir al paso de una consideración acrítica de lo que ello signifique. Pues muchos creen en la pretensión imposible de establecer equivalencias entre términos de idiomas distintos atendiendo al campo semántico que abren en cada uno de ellos. Epistemológicamente, esta pretensión es cuestionable. Pero, además, tampoco es deseable si el objetivo es abrir la obra a una mayor comprensibilidad para una comunidad que habita un mundo de sentido relativamente distinto a aquel en que el texto fue concebido. Dicho paradigma ingenuo de la traducción concibe la obra como un objeto cerrado en sí mismo: cifrado en las intenciones del autor o en un significado unívoco aludido por el texto. Pero lo cierto es que no hay contenidos que puedan trasladarse de manera simple y sin mediaciones de una cultura determinada a otra sin cambiar sustancialmente su significado. El sentido de una obra también es responsabilidad de sus lectores, de sus traductores y de sus editores, por la sencilla razón de que toda unidad semántica recibe su sentido del horizonte interpretativo específico en que se sitúa. Esa es su sustancia. Por tanto, el único “original” al que se debe fidelidad es a la verdad y la tarea del editor, del traductor y del lector es ponerla libremente en obra, reconociéndose autores también de ese “original” que se juega en las coordenadas de nuestra historia como testimonio perenne de un esfuerzo de ascensión hacia aquella. Caso contrario, de ausentarse esta “soberbia hermeneútica” que a algunos parecerá, con justicia, grandilocuente, sería mejor evitar que nuevos ríos de tinta alimentasen ese pozo ciego que los especialistas en generalidades llaman “opinión pública”.
Atentos a esta filosofía que imbuye nuestra labor editorial, nos vemos obligados a poner por escrito las razones a las que obedece la forma un tanto heterodoxa en que se han volcado las conferencias de Aleksandr Dugin en este libro de pronta aparición. Estas se presentan sin un orden cronológico junto a otros artículos del autor -producidos para otro contexto- y dos entrevistas realizadas, sí, por medios locales. En principio cabe decir que con la estructura misma de este volumen y la elección de sus contenidos, pretendimos dar un paso adelante en la interpretación del pensamiento de Aleksandr Dugin, a los efectos de articular la paradoja aparente de una “identidad multipolar” y la propuesta de una Cuarta Teoría Política con nuestras tradiciones políticas e históricas locales.
Lo uno y lo múltiple
El problema de fondo que aborda este volumen se remonta a los orígenes de la filosofía, desde los presocráticos hasta Plotino por lo menos, y se prolonga hasta nuestros días con profundas implicancias políticas. Nos referimos al problema de las relaciones entre lo uno y lo múltiple. La multiplicidad de perspectivas que admite este problema en lo tocante al tema específico de la identidad puede reflejarse con el método de Noomaquía (opus magnum de Aleksandr Dugin), con “el método de los tres Logos”. Podemos decir sintéticamente que: la multiplicidad puede reducirse a la unidad (Apolo), la unidad diluirse en la multiplicidad (Cibeles), o bien cada término conservarse y expresarse a través de su contrario (Dioniso). Políticamente la decisión metafísica por una u otra modalidad de relación entre lo uno y lo múltiple se traduce en: etnocentrismo (Apolo), cosmopolitismo (Cibeles) y, frente a ambos, el único indentitarismo posible y consecuente, que es también, al mismo tiempo, el único internacionalismo posible y consecuente: la multipolaridad (Dioniso).
El cosmopolitismo liberal-capitalista
¿Por qué los ideales cosmopolitas son esencialmente negativos? Porque niegan el derecho a la auto-preservación de las diferentes identidades, a la conservación de la pluralidad en el mundo, e imponen como consecuencia de ello una homogeneización creciente de las creencias y los modos de vida. Incluso cuando aparentemente se “respeta” el “derecho” a “elegir” las costumbres y los modos de vida que “más nos gusten”, siempre se lo hace sometiendo veladamente las identidades realmente existentes al capricho (y los “derechos inalienables”) del individuo, al que se le reconoce el derecho de tener hoy esta identidad y mañana aquella otra. O, lo que es lo mismo, de no tener ninguna. Pero esto es ideología, entendiendo este término en el sentido que lo usaba Marx, en el sentido de una falsa conciencia, de una representación confusa que lejos de recoger en la palabra nuestro lugar en el mundo y aclararlo, lo encubre y desfigura en su verdad. Para Marx, ella enmascaraba nuestra posición en las relaciones sociales y de producción, y con ello, nuestra humanidad, que quedaba preterida hasta la eliminación del capitalismo. Para nosotros lo encubierto por la ideología burguesa alcanza siempre en primer lugar y más fundamentalmente al propio ser del hombre, el que antes de subsumirse bajo una filosofía de la historia determinada por relaciones de producción abstractas -es decir, comprendidas como variables de un punto de vista “científico” presuntamente universal- tiene una historia que constituye lo posible, el futuro y el proyecto de un pueblo determinado cultural y geográficamente.
¿Pero qué significan estos ideales cosmopolitas en concreto? Implican ni más ni menos que la sumisión del individuo desarraigado a la publicidad del mercado y sus modas, las que tienen por pauta las preferencias de las masas desarraigadas de las grandes urbes mundializadas, y, en primer lugar, de las occidentales. Es decir, si ideologicamente el cosmopolitismo supone la libertad de elegir cualquier identidad, en concreto supone elegir exclusivamente la occidental moderna. Gracias a esta “elección” impuesta, el pueblo como un todo es reemplazado por la lógica relativista de las mayorías y las minorías y la supresión de su identidad se realiza en beneficio del libre juego de sus particularidades desarticuladas, puestas la una contra la otra. Esta “democratización” parte de la destrucción de cualquier valor que no sea reductible a la intercambiabilidad de todas las cosas que exige el gran capital. Pero esa intercambiabilidad equivale a su liquidación, a la reducción de su ser a la nada. Por ende, implica la anulación de las diferencias realmente existentes: las que existen entre los pueblos.
Estes es, entonces, un proyecto ideológico nihilista muy concreto, que niega el hecho de que toda identidad personal sea relacional y se asiente en un anudamiento de tramas históricas, culturales y lingüísticas que compartimos con otros y que no somos libres de elegir. El liberalismo pone así, por encima del derecho a la existencia de cada pueblo, el derecho a la “liberación” del individuo. Y, al mismo tiempo, hace coincidir la pertenencia a tal o cual cultura con una elección subjetiva cualquiera como la compra de una mercancía. Vendría a ser lo mismo usar tal tipo de pantalones, escuchar tal tipo de música o ser vegetariano que ser miembro de una cultura. Es la lógica del supermercado globalista: “el cliente siempre tiene la razón” venga de donde venga, hable el idioma en que hable, y guste lo que le guste, pues al nuevo amo nada de eso le importa. “Son las ataduras del pasado”, dice el poderoso don Dinero, mientras nos convence de que está muy bien mezclarse y confundirse en la fila para vender lo que somos en nombre de la igualdad y la inclusión sin fronteras. El Dinero pretende con su ideal presuntamente “abierto” confundir el valor intrínseco de cada pueblo con la intercambiabilidad de su naturaleza. Aún si reconociéramos que los pueblos valen lo mismo en abstracto, esto no significa que sean lo mismo, es decir, no significa que sean intercambiables. Ese valor abstracto ni siquiera supone realmente que puedan o que deban convivir por la fuerza como quiere la burguesía liberal de izquierda al grito de “Refugees welcome!”. Este valor abstracto y universal es justamente la primera huella de la lógica del dinero y su tiranía, como ya deslizaba Carl Schmitt en La tiranía de los valores. El no arrogarse el derecho a imponer la propia forma de vida a los demás no debiera partir de razones morales, es decir, de un valor abstracto presuntamente universal, sino del reconocimiento de que la diferencia es el único ámbito posible para preservar nuestra propia especificidad. Lo mismo vale para el caso de la sexualidad: la liquidez del gran capital, el «género fluido» y el cosmopolitismo son distintas expresiones del reinado de lo Mismo.
Lo Mismo que reina en el ámbito específicamente político. Donde los escribas a sueldo, grandes baluartes de la libertad de prensa y los derechos del hombre, ya nos engañaron alguna vez con los valores abstractos de la ciudadanía y el voto universal y secreto. En nombre de ellos pretendieron alguna vez quebrar las restricciones existentes por el mercantilismo para enriquecerse ellos, como comerciantes que eran. En nombre de aquellos valores que ya eran mascaradas desde su surgimiento, hoy algunos pretenden pasar por “opositores” y “críticos” del liberalismo situándose a sí mismos “a la izquierda”. ¿Habrán prestado atención a La cuestión judía de Karl Marx y leído lo que pensaba aquel valiente alemán de la democracia y los derechos humanos, de esos presuntos valores que hoy son bandera del progresismo? Si en abstracto mi voto y el del dueño del poder del dinero valen lo mismo, ¿realmente alguno piensa que valen lo mismo porque somos iguales? Lo cierto es que al presuponer la intercambiabilidad de mi naturaleza con la de mi explotador y validarlo con mi voto y mi firma, lo que logro es simplemente legitimar la opresión de la usura capitalista y la sumisión de nuestros países al poder global. A mi no me representa en absoluto mi carácter de ciudadano sino mi carácter de trabajador. El primero denota una condición meramente ideológica, el segundo una condición existencial (más que económica), pues como trabajador no tengo la capacidad de moverme a cualquier otro país, como el gran capital o los refugiados de las caravanas “progresistas” de Soros. Solamente soy alguien ahí donde produzco una obra específica, en las condiciones naturales específicas de una geografía existencial, para otros que hablan “mi mismo idioma” y en cuyos intereses puedo reconocerme, bajo la protección relativa que otros como yo han conquistado a lo largo de cruentas luchas de siglos. Es decir, soy argentino y latinoamericano porque labro la obra que esa identidad es. Nuestro suelo es nuestro ethos y este ethos, nuestro ser. Nuestras conductas y nuestras posibilidades económicas están subsumidas en la obra del ser. Por el contrario, la ciudadanía garantizada por una Constitución liberal-burguesa no representa absolutamente nada. Habitando unos años en otro país del mundo podría obtener otra y convertirme en lo quieren las élites: en un paria importado que ya no integre ni siquiera las filas de un ejército de reserva de desocupados (que permita llevar los salarios a la baja), sino el de un verdadero ejército de ocupación llamado a reemplazar los trabajadores nativos todavía demasiado unidos, demasiado solidarios entre ellos, demasiado sindicalizados y demasiado costosos de pagar. Esto no es solo dumping en materia de “recursos humanos”, se trata de la destrucción del ethos, del ser de un pueblo, en beneficio de la intercambiabilidad de todas las cosas, promovida por la lógica interna del gran capital. Si se entiende esto, puede verse fácilmente a dónde apunta el plan sistemático de “deconstrucción” de la familia, los roles sociales tradicionales y los “géneros”: se trata de la promoción de individuos aislados en pequeños departamentos unipersonales cada vez más pequeños, que desprovistos de toda responsabilidad familiar y comunitaria rindan mejor como trabajadores y como consumidores. Es el divide y reinarás de la dictadura liberal global, pero caracteriza a ésta que sus súbditos cumplan sus órdenes en nombre de la libertad. Y entiéndase bien esto: no lo hacen porque sean realmente libres, sino porque son parte de un orden social concreto que impone la libertad individual como el valor supremo en función de sus propios objetivos.
En paralelo, el valor de cada cultura existirá mientras pueda seguir siendo la misma, mientras sus miembros sean reconocidos como naturales de ella y no como consumidores “con derecho a elegir” el “pacto social” que mayor conveniencia les ofrezca. La libertad de elección es el mito que subyace al cosmopolitismo y consiste en disfrutar de comprar la propia esclavitud al poder del dinero, que nos presenta esta transacción como un paso más hacia la liberación definitiva del género humano. Parte esencial de este mito es la creencia que las elecciones y el sistema de partidos políticos son las únicas instituciones posibles en el mundo.
El etnocentrismo como reacción y el caso del populismo “de derecha”
Si un cosmopolitismo como el que transitamos queda descartado desde el momento en que se rechaza la aspiración de constituir un mundo bajo un solo gobierno, una sola cultura y un solo pueblo (el de la verde fluidez del dinero) el verdadero peligro que corre el desafío populista es caer en la lógica inversa: el sustancialismo en materia de identidad. Es decir, en el error de considerar que la propia naturaleza es algo único en el mundo, un absoluto que no admite mediación alguna con el afuera. Según esta segunda lógica la identidad de un pueblo está fijada (sea en la propia cultura o en los genes, en la fidelidad a un texto sagrado o en el poder del propio Estado) y tal fijación lo pone excepcionalmente por encima del resto.
Hay varios ejemplos de este exclusivismo que son más incómodos y actuales que recordar una vez más la teoría racial del nacionalsocialismo para esconder la basura bajo la alfombra: el manifest destiny norteamericano y la lógica del “pueblo elegido” que guía la política exterior del Estado de Israel. Estos son, desde la victoria de Trump, los dos tipos-ideales del populismo “de derecha” que cautiva a muchos anti-globalistas que se referencian en el exclusivismo de estas potencias. Ellos querrían encontrar en ambas una justificación para emularlos, con su visto bueno. “Si ellos tienen muros y rechazan la inmigración, si ellos tienen la potestad de definir su propia política comercial y cultural en términos proteccionistas y darse una política de defensa fuerte y hasta agresiva: ¿por qué nosotros no?”. Pero los pueblos deben estar alertas ante esta clase de retórica, pues parece de antemano condenada al fracaso si se la adopta ingenuamente. Nadie que sea exclusivista como estas dos grandes potencias aceptará realmente que otros se sienten en la mesa como sus iguales. Y mucho menos, si de antemano uno adopta un rol subordinado, y se los emula acríticamente. Este peligro no puede darse por superado en nuestro continente. Y no solo por la elección de Bolsonaro en Brasil, sino por toda la lógica interna de la Tercera Posición en sus diferentes manifestaciones, todavía presa de “la estrategia de la tensión”1 y los fantasmas del anticomunismo más burdo y criminal2.
Excurso: el populismo y sus potencialidades
No nos mueve en este rechazo la lógica falaz de los medios liberales de izquierda, la que por miedo a abandonar el viejo mundo condena a todo aquel que se asome al nuevo. Unos y otros están atrapados por ganar el centro, por mostrarse como auténticos liberales. Y la lógica que utilizan también es exclusivista. Para un liberal de izquierda (progresista), un liberal de derecha (neoliberal) es casi un fascista. Para un liberal de derecha (neoliberal), un liberal de izquierda (progresista) es casi un comunista. De este modo, echando mano a los dispositivos del anti-comunismo y del anti-fascismo, el liberalismo puede reproducirse a sí mismo en ausencia de sus viejos enemigos anti-liberales, a los que evoca solo como fantasmas cada vez que puede para poner en escena el simulacro de los viejos enfrentamientos. Esta es la verdadera razón, creemos nosotros, de su anulación como teorías políticas. Ser vencido equivale a ser comprendido, derrotado, secuestrado, desaparecido y representado en el campo teórico, político y existencial del enemigo como simulacro. Ambas posiciones pasaron por ese proceso: fascistas y comunistas ya no existen más. Por ende, el que recurre a los dispositivos de enunciación anti-fascistas o anti-comunistas defiende abierta y explícitamente el liberalismo reinante. Para unos siempre será lícito aliarse al sistema para derrotar al (inexistente) comunismo, para otros siempre será lícito hacerlo para frenar al (inexistente) fascismo. Y mientras tanto, los liberales seguirán al mando.
Volviendo al populismo “de derecha”, el cosmopolitismo del poder mundial fácilmente puede entrar en una relación dialéctica con esta posición, pues es su inverso y es, en cierto modo, también su oculta verdad. ¿Por qué ningún gran medio de comunicación le exige una política de fronteras abiertas a Israel, como sí lo hace con otros líderes mundiales? El exclusivismo es la otra cara del cosmopolitismo, pues en el fondo son dos negocios atendidos por los mismos dueños. Sin embargo, la dialéctica aquí es mayormente real y el conflicto ayuda a poner las cosas en movimiento, permitiendo formular estas preguntas y otorgar así una posibilidad auténtica a los pueblos. En qué medida cada experiencia populista “de derecha” recae en un mero liberalismo neo-conservador de derecha o deviene algo más, no es algo que esté saldado y merece, además, analizarse en cada caso por separado. Justamente por eso, la crítica intelectual y la lucha política no pueden quedarse de brazos cruzados. Hay que responder a la “estrategia de la tensión” conceptual del liberalismo con nuestras propias armas teóricas.
Por su parte, el populismo “de izquierda”, al momento, ha dado mayormente frutos podridos: Syriza (Tsipras) y Podemos (Pablo Iglesias) son dos de ellos. Ambos gobiernan en alianza con el establishment, respetando las políticas de ajuste del FMI y la Unión Europea respectivamente. Por tanto, ya ni siquiera cabe considerarlos populistas o esperar algo más de ellos. Son liberales de izquierda. En el campo teórico, basta leer a Chantal Mouffe para darse cuenta de que en general los movimientos por ella inspirados responden a los valores del cosmopolitismo al resignarse a interpelar al pueblo-nación sin mediación de minorías. La excepción noble por el lado del populismo “de izquierda” la encarna hoy solamente el movimiento italiano Cinco Estrellas3, que forma parte de una coalición gobernante con populistas “de derecha” de la Liga Norte de Salvini. El intelectual más representativo de este populismo “de izquierda” es Diego Fusaro, gramsciano de formación hegeliano-idealista que por obvias razones no goza de tanta publicidad, pero cuya talla intelectual descolla. Nos enorgullece anunciar que Nomos pronto dará comienzo a la publicación de su obra política en español.
Lo cierto es que el fenómeno populista como tal, aún cuando sea “de derechas”, encierra un potencial desestabilizador del orden mundial y es potencialmente revolucionario. ¿Por qué? Porque lo que distingue a un populista de derecha de un liberal de derecha es que se opone no solo al liberalismo en el terreno cultural sino incluso en el económico. Trump defiende presupuestos expansivos y barreras al libre-mercado. Está a la izquierda de Podemos, e incluso a la izquierda de la China “comunista” que defiende en todos los foros internacionales las fronteras abiertas para su colonización económica y demográfica. Los italianos en este caso están a la vanguardia, puesto que al paquete “trumpista” agregan la protección social para los más desfavorecidos y no se tragan las sanciones a Rusia. Desafían de este modo abiertamente todos los mitos del sistema y las restricciones que impone la Unión Europea a sus países miembro y que los payasos de Podemos obedecen a rajatablas mientras llaman a inmigrantes y minorías sexuales a montar “barricadas antifascistas” no ya para ganar, sino para no perder tanto en las elecciones. Italia se ha constituido, por tanto, en un verdadero faro porque allí se da un populismo auténtico y por eso allí la izquierda y la derecha confluyen en un mismo poder constituyente, en representación del pueblo como un todo: es la Cuarta Teoría Política asomando en el horizonte. Si en los medios argentinos, de un lado y del otro, no se dice nada positivo del caso italiano es porque representa un mal ejemplo.
Recapitulando: el enemigo es, primero, el orden liberal global, hoy representado cabalmente por el cosmopolitismo de la Unión Europea, los organismos multilaterales de crédito, las fake news de la CNN y las políticas de Merkel, Macron, Macri, Sánchez y las ONG de Soros, a la cabeza. El enemigo principal de nuestros pueblos hoy, por tanto, no es Trump ni Bolsonaro como propone la izquierda sensible. Tampoco es Maduro como proponen del otro lado de la mesa. Sin embargo, nuestra responsabilidad frente al populismo, tanto frente al “de derecha” como al “de izquierda”, en caso de que sean realmente tales, corre por intervenirlos y criticarlos conceptual y meta-políticamente para prevenirlos de la trampa del cosmopolitismo y del exclusivismo, de la “estrategia de la tensión” y de cualquier intento de hacer pasar por nuevas las viejas recetas liberales de siempre. Anteponer, por tanto, una lúcida crítica política y conceptual que llame a unos y otros, en propio provecho político y para provecho también de todos, a constituir un frente anti-liberal que, convocando a las fuerzas auténticas de la izquierda y la derecha, rompa la “estrategia de la tensión” de las élites que lo acosan y rompa con los falsos aliados que nunca dirimirán ninguna disputa en su favor de manera determinante. El pueblo sí lo hará, pero solo si unos y otros abandonan toda unilateralidad a la hora de abordar la construcción político-conceptual del siglo XXI sin invocar los fantasmas del XX que hoy no son más que simulacros de la dominación real del tercer y hoy único totalitarismo: el liberal.
Multipolarismo: la internacional identitaria
Por ello, se impone una lógica superadora que de antemano nos prevenga de aquel error político que es a la par un error conceptual. Para tal fin, entonces, sin resignarnos al cosmopolitismo, cabe un llamado a expresar la diferencia a través de la unidad y la unidad a través de la diferencia.
En lo interno, esto significa reconocer la pluralidad constitutiva de nuestros propios pueblos, en su devenir histórico y no considerarlos como algo realizado o fosilizado en el pasado. Verlos, entonces, pasibles de recibir una unidad marcada por nuevo sello, capaces aún de realizarse en sus más altas posibilidades, abiertos al futuro más que cristalizados en el pasado. Además significa la posibilidad de la convivencia y el respeto por las minorías que acepten el marco de costumbres establecido por la cultura nativa del caso.
En el plano global, esto supone que la posibilidad de la auto-preservación de nuestra unidad interna solo puede darse en el marco de un orden internacional que lo haga posible. Es decir, no en un plano donde una o dos potencias exclusivistas imponen su propia lógica de reproducción con alguna que otra nación subsidiaria, sino un verdadero orden multipolar, que como bien sostiene Dugin ya no puede estar conformado por naciones aisladas sino por bloques continentales que representen unidades culturales y políticas más o menos homogéneas. Latinoamérica está llamada a ser uno de estos bloques. Debemos evitar la unipolaridad y el exclusivismo. Caso contrario, volviendo a aferrarnos a los Estados nacionales como únicos actores posibles de las Relaciones Internacionales, acabaremos dando luz a una nueva etapa “imperialista”. Ya lo vimos en el siglo XX y lo que hay que evitar es volver a repetirlo.
Ya señalamos por dónde corre la lógica política del asunto en nuestro excurso. Las distintas tradiciones políticas de extracción popular en nuestro país pueden y deberían confluir en un nuevo frente populista orientado por las coordenadas teóricas y conceptuales antes trazadas. El límite es el liberalismo, por izquierda (progresismo) o por derecha (neoliberalismo). Sería esperable que el peronismo juegue un rol articulador en dicho frente, dado su peso específico en la conciencia nacional de los argentinos. Sería sabio de su parte no caer en una lógica exclusivista, como usualmente lo hace, respecto de expresiones potentes de la izquierda nacional o el nacionalismo revolucionario, con las que debería confluir en un mismo proyecto. Que sean minoritarias o “no tengan votos” significa poco, pues es la constitución real de estas vertientes lo que permitirá romper el dispositivo liberal con sus tenazas: el antifascismo y el anticomunismo. Necesitamos comunistas que sean nacionales, necesitamos nacionalistas que sean socialistas. Y aún así, esto no es todo sino solo el comienzo, porque el sujeto del nuevo frente histórico populista no puede ser ni la clase ni la nación. El sujeto del momento continental por venir es el pueblo-continente, expresión de una determinada civilización (Dugin), ecúmene (Buela) o forma de ser en el mundo (Heidegger) cuyo ethos nunca del todo coagulado tendrá el carácter que le imprima su vanguardia revolucionaria, sus santos, profetas, literatos, dioses, artistas y pensadores.
Debemos, además, revisar la modernidad y la lógica filosófica que ha guiado su itinerario histórico: el ideal de progreso, en particular. Pues a partir de ahora todo progreso será un retorno (Kehre) hacia nuestro propio ser o no será nada. En esta definición podemos encontrarnos los que creemos en una hermenéutica existencial que vaya del logos al mythos y del mythos al logos en la búsqueda de formas superiores de poder y de vida (revolucionarios-conservadores) y los que tienen la gracia de contar con la fe suficiente para esgrimir sus linajes espirituales tradicionales contra el mundo moderno (tradicionalistas y religiosos).
Para una y otra tarea, para la geopolítica e identitaria por un lado y para la estrictamente filosófico-política tenemos como marco orientador las herramientas teóricas que Dugin nos sugiere: la Teoría del Mundo Multipolar y la Cuarta Teoría Política. No podemos dar por sentado teóricamente que suceda lo que ellas postulan porque se trata de marcos para la acción. Como mapas que son nos ponen ante nuestra propia decisión y no nos garantizan el éxito. Quizá no podamos nada contra el mundo. Pero eso no significa nada para nosotros porque el mundo no podrá nunca, jamás, nada en nuestra contra si no sucumbimos a la intoxicación de los sentidos ni al rumor incesante del murmullo cotidiano; si abrimos los ojos a la verdad de la existencia, que trasunta en el seno del discurrir histórico el aliento de la eternidad; si ya no hablamos más al estómago ni al miedo, como el esclavo, sino al corazón que pone en juego su propia existencia porque no tiene nada que perder y sabe, como el profeta, que para el hombre común “dejar de dormir es el consejo”.
Hay quienes no quieren renunciar a esta vida. Sacrificarla les parece una locura. Están derrotados y aún así celebran, ciegos, sus fiestas en la oscuridad. Nosotros somos, por el contrario, hombres muertos, taciturnos y apagados. Vivimos de prestado gracias a la luz del día que vendrá y, por eso, viviremos y venceremos cuando la noche haya pasado. Hasta tanto habrán de saber que no cuentan con nosotros para celebrar la decadencia y, mucho menos, para prestar silencio. La identidad es soberanía espiritual y un pacto histórico con la Patria, que no es esta o aquella nación sino la Idea, trascendente y absoluta, oculta pero radiante, la Ciudad de los Césares.
1. Término utilizado especialmente en Italia para describir las operaciones de falsa bandera de la Red Gladio, cuerpo nutrido por grupos de extrema derecha alentados por servicios de inteligencia del Estado y destinado a montar un escenario de desprestigio ante la opinión pública que frene el avance del Partido Comunista Italiano y habilite una eventual instauración de un Estado policial. Cualquier parecido con la así llamada AAA (Alianza Anticomunista Argentina), no es pura coincidencia, es parte de una lógica que más que a una maniobra conspirativa cabe atribuir a las consecuencias de la historia político-ideológica del siglo XX, como sugiere Dugin en La Cuarta Teoría Política.
2. La dictadura militar en Argentina creyó, por ejemplo, en el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y fue finalmente abandonada y traicionada por sus “aliados” norteamericanos, por los que tanto habían hecho en la lucha contra el comunismo, durante la Guerra de Malvinas. ¿No cabe esperar acaso que algo análogo le ocurrirá a Bolsonaro, en la hora decisiva, a pesar de ofrecer sus servicios contra “el comunismo” en Venezuela y otros países?
3. Existen otras expresiones todavía menores de la izquierda europea que parecen evolucionar por este camino: los casos del movimiento Aufstehen en Alemania y figuras como Jorge Vestrynge o Iñigo Errejón en España. Ciertos gestos de Mélenchon en Francia también han sido interpretados por algunos en este sentido.