Europa y el 6 de junio

Por Alberto Hutschenreuter*

El 6 de junio se cumplieron 75 años de un acontecimiento estratégico-militar de escala que hirió de muerte a la Alemania nacionalsocialista: el desembarco aliado en las costas de Normandía.

Si bien en los meses siguientes las fuerzas del Reich opondrían una tenaz resistencia e incluso lanzarían una tremenda ofensiva en las Ardenas (batalla de la que, como señala el historiador sueco Christer Bertröm, «ningún veterano de los que he entrevistado cuenta ninguna anécdota amable y solo cosas terribles»), a partir de aquel hecho en el teatro occidental de la guerra, Berlín tuvo los días contados.

El viejo temor militar alemán de encontrarse en una guerra en dos frentes no solo acabó siendo el principal factor de su derrota, sino que finalizó con el país destruido, ocupado y, finalmente, dividido entre los poderes preeminentes surgidos de la contienda (uno extra europeo y otro euroasiático, aunque Estados Unidos era una potencia mayor desde fines del siglo XIX).

A partir de entonces, Europa Occidental y Europa centro-oriental quedaron bajo las graníticas esferas de influencia de las dos mega-potencias.

Hoy ese escenario desapareció, y si bien se habla de una nueva Guerra Fría, lo que tenemos en el continente es una situación de creciente tensión estratégico-militar entre la OTAN y Rusia, que muy poco o casi nada tiene que ver con la ex contienda bipolar.

Durante décadas los países de Europa Occidental desaprendieron una geopolítica que había terminado por enfrentarlos y hundirlos. A todos, sin excepción; porque como muy bien sostuvo (y advirtió) el general Charles de Gaulle, «en Europa hubo dos países que perdieron la guerra. Los demás fueron derrotados» (más allá de la ruina en la que quedó Europa, el gran militar se refería a la pérdida de poder de Francia y Reino Unido).

Aquella «geopolítica de fisión» había nacido en una era de ismos extremos: imperialismo, colonialismo, militarismo, armamentismo y nacionalismo, que arrastró a las potencias europeas a la carnicería de 1914. En las dos décadas siguientes, darwinismo, racismo y expansionismo se sumarían como componentes, llevando a Europa a otra catástrofe bélica, esta vez absoluta y total.

La experiencia de confrontación aterradora (que, salvo por la «revolución en los temas militares» y el carácter mundial de la contienda, no era nueva en Europa), la enorme ayuda económica y la cobertura militar de la OTAN llevaron a Europa a un nuevo tiempo geopolítico que le resultó altamente beneficioso.

Dentro del «confort estratégico» que le proporcionó Washington, Europa creció y se desarrolló. Concentrada en ‘lo suyo», desarrolló una «geopolítica de fusión» que hoy hace prácticamente impensable la guerra en ese espacio densamente institucionalizado.

Para las nuevas generaciones que asumieron mandos políticos en los países europeos en el siglo XXI, la II Guerra Mundial es un hecho distante y superado. Fue como si Europa creó una «cultura estratégica» que la volvió inmune al estado de guerra. Ni siquiera se habla de guerra en Europa; al punto que los Libros Blancos de Defensa prácticamente descartaron la confrontación interestatal en el continente.

Durante los años ’90, la guerra en los Balcanes fue vista como una desafortunada consecuencia de las grandes incompatibilidades étnicas, y la responsabilidad militar durante la intervención de la OTAN corrió casi enteramente por cuenta de las capacidades estadounidenses.

Pero la anexión de Crimea, en marzo de 2014, devolvió a Europa a un escenario que creía perimido. Desde entonces, la Europa de la posible geopolítica no centrada en intereses sino en cooperación, confianza e instituciones para la paz, dejó de ser una cuestión casi indiscutible. La geopolítica habitual, es decir, la que importaba intereses y poder, ha vuelto a replantearse.

Hoy la OTAN y diferentes centros de ideas europeos trabajan escenarios de tensión agravada con Rusia, e incluso no se descartan «querellas militares» en zonas del Báltico o en el Mar Negro, la «cubeta estratégica» del globo.

Sin lugar a dudas, es positivo que Europa haya obtenido logros, más allá del inquietante regreso de «viejos clásicos» a su «zona de afluencia», es decir, nacionalismos (algunos de cuño biológico), patriotismos, antieuropeismos, etc.

Pero ahora Europa debe desaprender esa «geopolítica de des-responsabilización», y reaprender una «geopolítica de propiedad» que la posicione en el por ahora desordenado tablero estratégico mundial. No puede continuar con lo que es pasado.

En este sentido, Europa debería lograr emancipación geopolítica, soberanía geopolítica y pragmatismo geopolítico.

A la geopolítica de fusión, Europa debería adicionar independencia geopolítica y geopolítica propia. Porque ha sido la ausencia de una geopolítica europea la que ha arrastrado a Europa a situaciones comprometidas.

Una geopolítica de emancipación no necesariamente debe implicar ruptura con Estados Unidos, sino poner término al «candado estratégico atlántico» que no solo mantiene fija a Europa a una condición sub-estratégica con Washington, sino bajo condiciones de «vasallaje estratégico», es decir, bajo un estatus de seguidismo (otro «ismo») que acaban colocándola ante situaciones comprometidas y de difícil salida.

El logro de soberanía geopolítica es vital para que Europa decida por sí misma qué cuestiones relativas con intereses políticos-territoriales debe priorizar, y cuáles dejar de lado porque son «anti-geopolíticas», es decir, no ponen en liza sus intereses. Para expresarlo en casos, Europa debería considerar en base únicamente con sus intereses si debe o no alentar a ex repúblicas soviéticas a ser parte del espacio de la Unión Europea; igualmente en materia de injerencias en África (recordar Libia) u otras zonas del globo.

La toma de decisiones propias debería basarla en el pragmatismo geopolítico, es decir, encontrando un equilibrio entre su (a veces excesivo) impulso institucional y la realidad.

Contrariamente a lo que sostienen algunos expertos, la geopolítica no está de regreso porque nunca se ha marchado. La geopolítica es una disciplina y práctica permanente, y necesariamente tenemos que comprenderla para determinar con la mayor precisión los hechos internacionales y reducir los márgenes de vaguedad o sorpresa.

Para Europa, donde nació la disciplina, implica reaprenderla si realmente quiere ser parte del puñado de jugadores estratégicos del siglo XXI.

*Alberto Hutschenreuter es Doctor en Relaciones Internacionales. Profesor en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación. Su último libro se titula Un mundo extraviado. Apreciaciones estratégicas sobre el entorno internacional contemporáneo, Editorial Almaluz, Buenos Aires, 2019.

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