Byung-Chul Han y el retroceso ante lo real

Respuesta a “La emergencia viral y el mundo de mañana”,
artículo de Byung-Chul Han aparecido en el diario El País el 22/03/2020.

por Esteban Montenegro y Francisco Mazzucco

Byung-Chul Han es un gran paisajista. Pinta interesantes cuadros de nuestra época. Le va muy bien, efectivamente, cuando trata los temas a distancia y puede subsumir los detalles en grandes conceptos marco que ofrecen una seducción explicativa al lector. Pero ante la irrupción de lo real y la necesidad de imbuir sus originales caracterizaciones sociológicas de sustancia filosófico-política, el autor muestra la tela de la que está hecho. Por algo es aplaudido en Occidente: ¿a qué época no le gusta que le hablen de sí misma y le cuenten todo acerca de sí? ¿y qué mejor para la falsa conciencia liberal occidental que esta aproximación se diga «crítica»?

El principal argumento de Byung-Chul Han en su artículo sobre el Covid-19 es que los países asiáticos y los occidentales presentan diferencias de fondo que explican el éxito de unos y el fracaso de otros a la hora de contener la pandemia en curso: su tradición cultural, su aproximación al concepto de soberanía, y la actitud del Estado ante la libertad individual y la privacidad.

1) Tradición autoritaria, cohesión social y sentido comunitario

Es interesante, al considerar estos puntos, prestar atención dónde pone Han la diferencia en primer lugar: en la «mentalidad autoritaria» de los «Estados asiáticos», que provendría de su «tradición cultural» y que explicaría que las personas sean más obedientes, más organizadas en su vida cotidiana y confíen más en el Estado que el occidental promedio. Como si pudiera reducirlos a una misma expresión, menciona como ejemplo de ello a países tan distintos, cultural y religiosamente hablando, como Japón (shinto, bushido, budismo, etc.), Corea (cristianismo, budismo, ateísmo, etc.), China (ateísmo, confucianismo, budismo, etc.) y Singapur (budismo, islam, etc.). Ni siquiera la historia política de estos países parece coincidir, sino más bien seguir cursos separados y diferenciados. ¿Cual es el único común denominador entonces? El punto de vista del observador: el Occidente liberal posmoderno. Lo curioso es que sea un coreano quien enuncie, una vez más, el interesado lugar común para el cual Occidente representa la libertad, mientras que Oriente, por una suerte de fatalidad histórica, sería portador de una tradición despótica y autoritaria. Un ejemplo de negación de sí, en el corazón de los negadores de sí: los alemanes. Lo que nos muestra, realmente, de qué lado está la diferencia: en Europa, y no en Asia. ¿Acaso no ha habido jamás una tradición comunitaria apoyada en instituciones y/o formas de gobierno autoritarias en Europa? ¿No existieron Platón, Roma, los Reinos medievales, el despotismo ilustrado, los contra-revolucionarios partidarios de la dictadura, los fascismos y otras terceras vías autoritarias, los gobiernos nacional-conservadores y los socialismos de todo tipo, incluído el comunismo? ¿Siempre ha estado Europa gobernada por la dinastía de los Macron, los Merkel y los Sánchez? Claro que no. Por el contrario, en Occidente, el individualismo exacerbado, el achicamiento del Estado y el recorte de sus atribuciones soberanas, la disolución del tejido comunitario y el desprecio de cualquier norma o autoridad, son fenómenos bien recientes; rastreables, in crescendo, a lo largo del siglo XX, hasta las tesis libertarias en lo referente al éthos comunitario y la prédica anti-totalitaria de la posguerra y la Guerra Fría. Por «izquierda» tenemos un liberalismo relativista en las costumbres, que ha venido bebiendo de la prédica de la Escuela de Frankfurt, del Posestructuralismo, de la Deconstrucción, de los Estudios Culturales, de Género y Poscoloniales, etc. Por «derecha» tenemos un liberalismo económico-social militante, soñando con derribar el compromiso histórico que significaba el Estado de Bienestar para arribar a una sociedad de mínima intervención estatal en todos los ámbitos, pero sobre todo en el mercado (Escuela Austríaca, Escuela de Chicago, etc). Las recientes discusiones públicas entre actrices feministas y youtubers liberal-libertarios no son más que el último capítulo de la comedia tragicómica, de muy mal gusto, a la que hemos de llamar, sin miedo a equivocarnos, liberalismo cultural. Claro que los orígenes y condiciones de reproducción de este cáncer bien podrían ubicarse más lejos en el tiempo, pero cabe señalar que el liberalismo clásico y el primer capitalismo burgués tenían rasgos muy distintos a los que presenta el actual, sobre todo en lo referente al énfasis en la moralidad, la importancia del cuidado del orden público, las «buenas» costumbres, el «honor» de la familia y el propio nombre e, incluso, la construcción de una identidad nacional y un Estado que iguale a todos los ciudadanos detrás de una misma historia, una misma literatura y unos mismos objetivos. Todavía en estos ideales típicamente modernos podía identificarse un fuerte principio de autoridad, cohesión social y obediencia a normas comunes y autoridades. Pero, para Byung-Chul Han, inmigrante obediente a su huésped multicultural, la historia de Europa comienza con… la Unión Europea. ¡No hay pasado, sino culpa!

2) ¿Soberanía real y efectiva o soberanía sobre los «datos»?

De esta mentalidad tan peculiar y extraña, característica sólo atribuible a estos pobres asiáticos que son como un enjambre sin conciencia, que se mueve, autómata, sin libre uso de razón —¡ay, qué horror!— viene, sin embargo, su peculiar noción de la soberanía, que pone a estos brutos a la avanzada. Su carácter anónimo y obediente pondría a los asiáticos a la delantera a la hora de enfrentar los desafíos de la era digital, sin respeto por la privacidad o las libertades individuales, algo que parece excitar la imaginación mórbida de los foucaultianos. Convertido en un verdadero panóptico, el Estado digital chino está en todas partes y todo lo puede porque controla todos los flujos de datos. Es desde esta absoluta soberanía virtual que, según Han, el gobierno chino ha podido intervenir y subordinar cualquier aspecto real que la amenace, incluído el Covid-19. Como sabe, en todo momento, qué está haciendo o dejando de hacer cada habitante de su territorio, no le ha resultado difícil aislar a los enfermos de los sanos y darles tratamiento. Frente a esta lógica que combina vigilancia total e intervención quirúrgica, Occidente no tendría nada que hacer. Hecho que para el autor coreano estaría demostrado en la imposibilidad de los países occidentales de poner freno al contagio:

«También por cuanto respecta a la pandemia el futuro está en la digitalización. A la vista de la epidemia quizá deberíamos redefinir incluso la soberanía. Es soberano quien dispone de datos. Cuando Europa proclama el estado de alarma o cierra fronteras sigue aferrada a viejos modelos de soberanía».

«Al parecer el big data resulta más eficaz para combatir el virus que los absurdos cierres de fronteras que en estos momentos se están efectuando en Europa».

Han piensa que si no es el individuo y el «libre uso de la razón» el que puede dar respuesta al virus, entonces necesariamente será un Estado-máquina leviatánico el que lo hará. ¿No ha sido la modernidad misma y su secuela posmoderna una tensión y una contradicción constante entre ambos fenómenos, que son dos caras de lo mismo? Aquí, como a lo largo de todo su artículo, hay más ideología —y síntoma— que ciencia política o social. Ni qué decir de ciencia médica. ¿Cómo es posible afirmar que el futuro del combate a las pandemias reside en la digitalización?

Cualquier «libre uso de la razón» no afectado a la exposición reiterada a excesivas dosis de «masoquismo biopolítico» francés podría argumentar, sin mucha vuelta, que desplegar un sistema de vigilancia total resulta ineficaz a la hora de solucionar un problema sanitario. ¿Para qué quiere el Estado saber qué hace, qué come y a quién ve una persona si de lo que se trata es de enfrentar un problema sanitario sistémico? Para el sistema de salud no son datos lo que se necesita, sino infraestructura, recursos, producción autónoma y nacional de los mismos, etc. Los países como Japón, Singapur y Corea, en los que se está lejos de vislumbrarse un Estado policial con el que —no tan secretamente— parece fantasear Han, triunfaron en su combate contra la pandemia dada su capacidad en producir masivamente mascarillas con filtros específicos (no meros barbijos) para la prevención, tests genéticos para el diagnóstico, y camas de terapia intensiva con respiradores para el tratamiento. La combinación de testeo masivo de potenciales enfermos, de rastreo y aislamiento de las personas que estuvieron en contacto con casos positivos, acompañado del uso masivo también de mascarillas que reducen un 80% la posibilidad de contagio, son totalmente prescindibles de la «soberanía digital» de tipo orwelliano en la que tanto insiste Han, quizá para otorgar a su artículo un aura de suspenso, novedad y sentido crítico. ¿Pero de qué sirve la big data ante la pandemia sin producción nacional de mascarillas, tests, respiradores, camas, hospitales y sanidad pública de calidad? De nada. Ahora bien, detrás de estos factores que acabamos de enumerar está precisamente la «vieja» noción de soberanía, tan despreciada por Han. Porque esto no lo haremos «nosotros, personas dotadas de razón», como sugiere el autor en cuestión hacia el final de su nota. Esta dista mucho de ser una tarea para inquisitivos librepensadores. Si no lo hace un Estado nacional fuerte y autónomo, no lo hará nadie. Hay decisiones que no emanan de la voluntad de los individuos, porque no entra en la esfera inmediata de estos la posibilidad de prepararse y/o dar respuesta efectiva a amenazas comunes de escala. Razón para la cual existen los gobiernos y los Estados, aún en tiempos de calma y tranquilidad. Y es que tal como tener producción militar propia permite hacer frente mejor a una eventual guerra, y como tener una producción económica y tecnológica propia permite resistir mejor los embates de una eventual guerra económica o comercial, sólo la producción nacional y la inversión en un sistema de salud pública poderoso permite enfrentar mejor una eventual pandemia.

3) El problema de las fronteras

«Los cierres de fronteras son evidentemente una expresión desesperada de soberanía. Nos sentimos de vuelta en la época de la soberanía. El soberano es quien decide sobre el estado de excepción. Es soberano quien cierra fronteras. Pero eso es una huera exhibición de soberanía que no sirve de nada. Serviría de mucha más ayuda cooperar intensamente dentro de la Eurozona que cerrar fronteras a lo loco».

¿»Cooperar intensamente dentro de la Eurozona»? Debe tratarse de un chiste. Los países con produción de mascarillas, como Alemania, ni siquiera venden su producción dada la necesidad que tienen de poner sus intereses por delante de los intereses regionales o globales. Es lógico. Pero va en contra de la prédica y fundamento mismo de la Unión Europea, que exige fronteras abiertas y eliminación de aranceles allí donde le conviene. Y sabemos que la posición dominante de Alemania le permite defender sus intereses allí donde se habla de Europa o la solidaridad internacional y el humanitarismo. Pese a las quejas del intelectual coreano, Alemania es el país que más testeos realiza en Europa, con capacidad para realizar 160.000 testeos por semana: más de los que ha realizado Italia desde el comienzo de la crisis hasta el día de la fecha; más que los que realiza el país modelo en esta estrategia, Corea del Sur, con 70.000 testeos por semana.

¿Cerrar las fronteras no sirve para nada? ¿Cómo se contagia el virus si no es precisamente a través de personas que se mueven de un país a otro? ¿Cómo no va uno a cerrar el tráfico aéreo con China y los países afectados? El problema no es que el cierre de fronteras sea inefectivo, sino que en todo Occidente se tomó demasiado tarde. Por supuesto, aquí no es que todo el mundo se equivoca y el bueno de Byung tiene razón: el cierre de fronteras, aunque obviamente no baste por si solo, demora la circulación del virus. Y, si encima, uno tiene la suerte de no ser un país capital del turismo, como Italia, le irá mejor. Ni qué decir en casos como Groenlandia, o Islandia, geográficamente aislados por completo, dada su condición insular. Allí no veremos grandes brotes de Coronavirus. Por el contrario, entre los países con picos de casos están los que más tráfico de turismo extranjero tienen. ¿Casualidad? Este es el aspecto geopolítico de la pandemia, que Han desatiende, junto al aspecto industrial, que menciona como algo al pasar, subordinándolo a la vigilancia digital.

Después, está el tema de las mascarillas. Todo el mundo informado en estas cuestiones, y especialmente los informados en medicina, saben que el uso de mascarillas puede llegar a reducir en un 80% las posibilidades de contagio. ¿Han piensa que los europeos son irremediablemente estúpidos?, ¿que sus gobiernos no imponen el uso de mascarilla por alguna especie de reparo cultural? Si los gobiernos y médicos de EEUU, Italia, y otros países occidentales previenen de la compra de mascarillas a su población, es por la simple razón de que apenas existe stock disponible para el personal médico, por lejos el que más expuesto está al peligro de contagio; y porque carecen de la infraestructura que antes señalábamos necesaria, como resultado de años de descuido, desfinanciación y abandono del paradigma de la salud pública universal.

4) Los rasgos del mundo futuro

Byung-Chul Han parece deslizar que detrás de las drásticas medidas tendientes a restringir la vida social y cerrar las fronteras estaría operando una reacción inmunológica frente a una amenaza, que si bien es real, estaría profundamente sobredimensionada. Según este paradigma, el tratar de «guerra» a la pandemia sería un síntoma de una memoria social reprimida por la ultra-tolerancia en boga, pero que se ha desatado y proyectado viejas experiencias a la situación actual. Pero Han, aparentemente, no se decide, ni entre el omnipresente Estado digital chino y la obediencia de sus ciudadanos, ni entre las libertades individuales ultra-permisivas occidentales y sus Estados mínimos. Tampoco parece vislumbrar un retorno a las propias tradiciones europeas en materia de autoridad estatal, costumbres comunes y sentido del deber, para abonar una tercera posibilidad equidistante de aquellas dos. ¿Qué es lo que quiere entonces? No lo sabe, está paralizado como toda la intelectualidad oficial ante el derrumbe del globalismo que se niegan a dejar morir. Y, por eso, ante el miedo a la muerte, retrocede.

Creemos que, en el fondo, el autor se niega a ver el colapso total de todos los grandes ideologemas que han caracterizado al momento histórico que este virus ha terminado por enterrar: a) ya nadie podrá creer inofensivas las políticas de fronteras abiertas; b) ya nadie abonará la tesis de que el aumento de los intercambios de bienes culturales y comerciales, y de personas, es siempre beneficioso para las partes y, en suma, para toda la humanidad; c) ya nadie podrá creer, si aún lo hacía, en la neutralidad de las instituciones supranacionales a la hora de hacer frente a situaciones límites; d) ya nadie pensará que los Estados fuertes y centralizados y los métodos coercitivos que le van de suyo son siempre burocráticos, ineficaces e injustos; e) ya nadie creerá, ciegamente, en la capacidad de iniciativa del sector financiero y empresarial privado para auto-regular la vida social y hacer frente a los desafíos y peligros comunes.

Ante el pánico que todo esto le causa, Han recurre a la negación de la realidad —la finitud, acusada en el virus— abrazando una posición dogmática como ancla: “El virus no puede reemplazar a la razón” (sic). Por desgracia para nuestro interlocutor, el virus ya se ha demostrado capaz de sacudir al mundo como ningún otro fenómeno en las últimas décadas. Y hay una buena causa para ello: ha disipado muchas de las ilusiones de la “razón” misma, que algunos creen universal y atemporal. Por eso, ante la inadecuación a la realidad que delata en ciertos ideales, el virus, a los ojos de Han, solo trae calamidades:

«El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte. De algún modo, cada uno se preocupa sólo de su propia supervivencia. La solidaridad consistente en guardar distancias mutuas no es una solidaridad que permita soñar con una sociedad distinta, más pacífica, más justa. No podemos dejar la revolución en manos del virus».

«Confiemos en que tras el virus venga una revolución humana. Somos NOSOTROS, PERSONAS dotadas de RAZÓN, quienes tenemos que repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo, y también nuestra ilimitada y destructiva movilidad, para salvarnos a nosotros, para salvar el clima y nuestro bello planeta».

Lo que aterra a Han no es el Covid-19, sino el abismo de posibilidades abierto por el “aislamiento social” y el cierre de fronteras: el fin del globalismo y el retorno de la distancia y los límites. Frente a este hecho, solo nos recomienda confiar en los mismos mitos que nos trajeron hasta aquí. Pese a ello, las fronteras y las diferencias son reafirmadas porque nuestra naturaleza se niega a entregarse voluntariamente a la extinción. La fantasía igualitaria, que conduce todos sus esfuerzos hacia la entropía, hacia lo que en otros trabajos hemos dado a llamar «indistinción normativa», es refutada por todos los que creemos que no todo da igual, que no todo es lo mismo y que sólo a partir de las propias raíces puede brotar lo mejor para cada quien. No sólo a nivel internacional, sino incluso a nivel social e individual. No hay patrones universales ni comunes a todos los hombres, siquiera dentro de una misma comunidad. La distancia está para quedarse, entre personas y entre Estados, entre los que trabajan y los parásitos, entre los que enfrentan la realidad y los que sueñan, utópicamente, con restaurar los viejos anhelos del progreso indefinido de la especie humana y la unidad genérica de su “esencia”. En este marco, los ilustrados aún susurran al oído del enfermo su venenosa prédica: la fe en un ultramundo cosmopolita que realice la paz perpetua y la igualdad; “buena nueva” que viene anunciando el sistema —por derecha y por izquierda— hace centurias. Nosotros, por el contrario, ante todas estas palabras de esperanza en el amor y la solidaridad entre las naciones y las clases sociales, que los más poderosos pisotean siempre que pueden, recomendamos anteponer el escepticismo y el amor propio. Al poder se le responde con un poder igual o mayor, construyendo auto-suficiencia. Nosotros queremos nuestra libertad en nuestro orden social y dentro de nuestras fronteras. Queremos poner por delante a los nuestros: a los argentinos que trabajan. Ese es el modo de “restringir radicalmente el capitalismo destructivo” que, no por casualidad, ni se les ocurre a los intelectuales consagrados: volver a la nación y al pueblo y, de ser posible, forjar una fortaleza continental. Suramérica cerrada, Eurasia cerrada, China cerrada, ¡y todos unidos en el anhelo de un mundo multipolar donde el derecho a la diferencia sea afirmado en la voluntad de perseverar en el propio ser!

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