Por Jesús M. Muñoz
El Estado-nación, ¿otra vez al mando?
En consonancia con la aparición y los resultados del nuevo agente viral que está incendiando el mundo, vuelve a plantearse el papel tanto del Estado, como de los organismos internacionales que se dedican a la salud.
La primera frase que me pareció sentenciadora es la que enunció a través de Twitter el periodista estadounidense Derek Johnson: “no hay libertarios en el coronavirus”. A contracara de la prédica promovida en la última década en el mundo occidental y, al revés de lo que algunos intelectuales plantearon, los Estados-Nación siguen siendo la piedra angular de las sociedades y reafirman ser los únicos garantes de la salud y el cuidado de los ciudadanos.
Confirmación de ello es que, en el comienzo de esta pandemia, la Unión Europea no supo dar una respuesta rápida; la política de austeridad dirigida por Ursula von der Leyen, actual presidenta de la Comisión Europea solo derivó en un “sálvese quien pueda” del cual países como Italia y luego España son los mayores damnificados. El acuerdo de Schengen fue suspendido argumentando una situación extraordinaria. Cada país ha tenido que decidir por su propia cuenta las políticas migratorias y de acceso, lo cual los lleva, en tanto miembros de la UE, a una crisis de identidad.
Podemos rastrear en la crisis capitalista del 2008-2012 algunos indicadores de cómo la UE se muestra reticente a solucionar de manera sostenible ciertos problemas estructurales. La crisis griega era, en ese momento, vista también como un virus, y las soluciones funcionaron como parches: salvatajes bancarios, inmensos préstamos y un paquete de medidas de austeridad estatal (recortes en el gasto público, reducción de salarios, privatizaciones, etc.). Todas estas medidas terminaron llevando a Grecia a una grave recesión económica y a una paradoja ineludible, de la que también habla Slajov Zizek, la de la solución-problema.
La comunidad europea temía que la crisis griega se propagara “viralmente” hacia España, Italia, Portugal e Irlanda, países despectivamente denominados por los medios anglosajones con el acrónimo “PIGS” (“cerdos”, en inglés). En definitiva, “salvar a Grecia” significó simplemente salvar al Euro. Las medidas impuestas por la Troika (Comisión europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional) no fueron pensadas en favor de los ciudadanos griegos sino sólo en favor del Estado y los bancos de dicho país, con el fin de recobrar la credibilidad financiera y evitar el colapso de su economía; lo que, en última instancia, acarrearía desconfianza en el euromercado y en su moneda. Todos los indicadores sociales después del primer y el segundo salvataje dieron negativos: mayor tasa de desempleo, mayor tasa de pobreza, cierre de empresas, caída de la producción, caída del PBI. Queda claramente evidenciado por qué se habla de paradoja. La “solución” brindada por la Troika era insostenible para el Estado griego, los compromisos de vencimiento de deuda eran imposibles de cumplir, la reducción y el ajuste en el gasto público sólo podían acarrear una caída de la productividad, del consumo y de la actividad económica griega. La “solución” acabó siendo una pala para cavar cada vez más hondo en el pozo de lo insostenible.
En la actualidad, el Banco Central Europeo (con Lagarde a la cabeza) ha salido nuevamente al rescate, disponiendo de 750.000 millones de euros para facilitar el resguardo de los planes de acción de cada Estado en particular, luego de una primera temporada de descobertura. Ahora ha vuelto a su siempre ponderado plan: “Los tiempos extraordinarios requieren acciones extraordinarias. No hay límites en nuestro compromiso con el euro”, escribió Lagarde vía Twitter. Otra vez observamos lo mismo, la prioridad de la Comisión Europea, del BCE y de los Estados principales que la conforman no es salvar a la gente, sino salvaguardar el euro, no hay unidad humana sino unidad monetaria. Lo que se intenta salvar es la recesión y la deflación, no las vidas de los infectados.
Dadas las condiciones actuales, se puede prever en lugar de un fortalecimiento de la UE, una nueva crisis de su legitimidad. Cuando sucedió la crisis griega, se barajó un Grexit, pero solo en aras de la seguridad monetaria europea. El Brexit tuvo como slogan, por el contrario, la posibilidad de “recuperar el control” por parte de Gran Bretaña. Ahora se nos plantea la posibilidad de un Italexit o un Spexit. “Recuperar el control” es recuperar soberanía. Resulta evidente que, en países donde se ha desbaratado el Estado de bienestar y en donde ciertas seguridades básicas (desde la salud, pasando por la educación hasta lo laboral) han quedado en manos privadas, la capacidad de respuesta ante este tipo de crisis es menor y el margen de maniobra estatal se ve recortado.
La pregunta por la soberanía: entre modernos y contemporáneos
Pero esto nos lleva a un nuevo interrogante: ¿Qué es exactamente la soberanía en el siglo XXI? Byung-Chul Han ha reparado en esta problemática en un artículo titulado “La emergencia viral y el mundo de mañana” publicado por El País. El coreano escribió: “A la vista de la epidemia quizá deberíamos redefinir incluso la soberanía. Es soberano quien dispone de datos. Cuando Europa proclama el estado de alarma o cierra fronteras sigue aferrada a viejos modelos de soberanía”.
De esta afirmación del surcoreano se deduce que hoy en día la soberanía es la administración y la utilización de datos, de big data, en pos del control y el cuidado de sus ciudadanos. Han apela a una naturalización de cierta lógica autoritaria en la conducta de los surcoreanos heredada del confucionismo y de su relación inmanente con la tecnología. Según el autor, en gran parte de Asia no se diferencia ni se hace tanto hincapié en la cuestión de la esfera privada. Las empresas de seguridad y el gobierno funcionan en equipo, no hay secretismo en esta forma de hacer biopolítica.
El Estado puede apostar por un cibercontrol ciudadano que no es objetado ni por parte de los ciudadanos ni por organizaciones que defiendan las libertades individuales. Estos mecanismos resultan evidentemente más eficientes a la hora de llevar un registro acerca de los infectados o posibles infectados. La geolocalización permite al gobierno alertar mediante los celulares y mediante apps cuáles son los lugares de riesgo y si se han relacionado con alguna persona que esté enferma de Covid-19.
Creemos fructífero, antes de juzgar la distinción de Han, situarla sobre el fondo de la filosofía política clásica. En el principio de la modernidad, Hobbes ató el concepto de soberanía al poder coercitivo. Soberano es quien estaba por encima de las leyes (El Leviatán de Hobbes es una reivindicación del absolutismo), autorizado por todos sus súbditos: “Todos los hombres dan, a su representante común, autorización de cada uno de ellos en particular, y el representante es dueño de todas las acciones, en caso de que le den autorización ilimitada”. De aquí se deduce que los actos del soberano no pueden cometer injuria contra sus súbditos, siendo estos coautores de las resoluciones que éste tome por haber autorizado su arbitrio.
Rousseau es el contractualista democrático. Con él hay un retorno a la soberanía popular (en la Antigüedad representada por los años dorados de la Atenas democrática), y se encuentra en su obra la piedra de toque de la filosofía política demócrata y republicana: la voluntad general, que representa el yo común de los ciudadanos. Un Estado, según él, no considera a los ciudadanos como mera suma de individuos aislados, sino como una voluntad universal de conjunto.
Tanto Hobbes como Rousseau, utilizan los contratos para fundamentar una dinámica práctica en la que los gobiernos tengan capacidad de acción sin tener una réplica particular de parte de los ciudadanos aislados. Pero ambos están de acuerdo en que todo lo que los gobiernos hagan, lo hacen a favor de los intereses y la salud del conjunto de los gobernados. En la obra de Rousseau, el soberano sigue siendo el pueblo pese a que de común acuerdo se ponga bajo el mandato del gobierno de turno. El pueblo tiene capacidad de remover a los gobernantes y de proclamar otros. En Hobbes, “la ley suprema es la salvación del pueblo”, el soberano debe accionar buscando la preservación y el bienestar del mismo.
Hoy en pleno siglo XXI, las problemáticas de fundamentación y argumentación de la creación de los Estados-Nación es cosa del pasado. Es notorio que con el fenómeno de la globalización, la capacidad de acción de los Estados respecto a sus políticas monetarias, fiscales e impositivas ha quedado menguada. La desterritorialización de los elementos de producción, la libertad comercial, las diferentes ideologías respecto al cauce económico y político, los prestamos multimillonarios de diferentes entidades bancarias, los acuerdos comerciales geopolíticos y demás factores condicionan el accionar de los Estados sin que por eso se pueda decir efectivamente que su potestad sea menor (Ej: utilizar políticas de ajuste no significa una pérdida de autonomía sino más bien un condicionamiento a la misma. Pensemos también en el bloqueo comercial a países como Cuba o Venezuela en los que su ideología resulta un condicionante). Sin embargo, cabe resaltar que la soberanía de los Estados-Nación queda completamente confirmada en fenómenos sociales devenidos políticas gubernamentales, tales como “los estados de excepción”, en los cuales mediante decretos de necesidad el poder ejecutivo suspende el Estado normal de las leyes que rigen la actividad social diaria. Es el modelo de soberanía que Han crítica como “viejo”, y que se sintetiza en la famosa definición del politólogo Carl Schmitt: “soberano es quien decide en estado de excepción”.
El estado de excepción: discutible, pero obligatorio
Otros filósofos contemporáneos, como Giorgio Agamben o Roberto Espósito, ven la resolución de los Estados de sancionar la emergencia sanitaria como una arbitrariedad excesiva y violenta por parte de los mismos. En esta línea, Agamben afirma que: “hay una tendencia creciente a utilizar el estado de excepción como paradigma normal de gobierno”. Espósito, por su parte, considera que: “este impulso hacia el estado de excepción es aún más perturbador porque tiende a estandarizar los procedimientos políticos de los estados democráticos a los de los estados autoritarios como China”.
El disciplinamiento impuesto conllevaría una pérdida de las libertades individuales que obviamente están garantizadas dentro del estado de normalidad liberal-democrático (pensemos sólo en la afectación de la libertad de circulación o de reunión como muestra de la magnitud). Además, esta clase de biocontrol político hoy día se asemeja a prácticas normales de países autoritarios, en los que este tipo de control poblacional está naturalizado (pongamos como ejemplo extremo de ello el control de la natalidad o el sistema de bonificación crediticio existente en China).
Cabe plantear, entonces, nuevamente algunas preguntas: ¿Son los estados de excepción prácticas autoritarias? Y en caso que lo sean, ¿van por necesidad en contra del bienestar de la sociedad toda? Puesto que no cabe duda de que el bienestar de la población ciudadana de su país es el compromiso que cada gobierno debe asumir y en pos de lo que debe gobernar. El punto crucial del conflicto es saber si los Estados están avalados moralmente (legalmente lo están) a tomar decisiones de este tipo. Analizado desde un punto de vista utilitario podríamos decir que lo están, siempre y cuando los resultados que den las prácticas de esos estados de excepción sean eficientes y hayan logrado controlar una situación que de no haber sido reglamentada hubiese ocasionado peores consecuencias.
Aquí surgen algunas cuestiones que Rousseau podría haberse planteado, de ser contemporáneo a la situación del Covid-19. La primera es una simple enunciación. Si concedemos que los gobiernos democráticos son aquellos que ejecutan la voluntad general, se presenta este problema de falibilidad práctica: “el pueblo siempre quiere el bien, pero no siempre lo reconoce”. Aunque también podemos extrapolar que aún cuando los gobiernos siempre quieran el bien del pueblo, no por eso siempre lo reconocen. En casos excepcionales como éste, los gobiernos actúan cuidando el bienestar y la seguridad física de los ciudadanos. Algo en lo que no hay demasiado margen para un desacuerdo entre los deseos de uno y de otro.
Una segunda noción de Rousseau que quisiera traer a colación es la distinción entre Estado y Soberano. Una vez que el individuo ha dejado atrás sus inclinaciones personales, integra la voluntad general deviniendo ciudadano. El Soberano es este cuerpo político conjunto de los ciudadanos, en tanto legisla. El Estado, por su parte, es el conjunto de los súbditos, entre los que se cuentan los ciudadanos mismos cuando les toca ejecutar y obedecer el mandato de las leyes que se han dado. De esto se deduce que, para Rousseau, en un estado de excepción, cumpliríamos predominantemente con nuestro rol de súbditos, acatando las resoluciones que tome el mandatario de turno, sin poder tener capacidad de réplica. En la concepción del Estado de Rousseau, queda homologado el ser y el deber-ser. Todas las resoluciones que emanen de la voluntad general deben ser acatadas, sea que uno haya renunciado a su carácter egoísta para devenir ciudadano o no.
En el caso de la pandemia, los gobernantes llaman a un estado de excepción por una cuestión de emergencia sanitaria. En la actualidad, los ciudadanos tienen como prerrogativa cumplir con la normativa indicada. Se puede pensar que la medida adoptada no es la acertada, que es apresurada, que el virus está sobrevalorado, como piensa Agamben, o que está siendo utilizado políticamente como hace unos días afirmaba el presidente estadounidense Trump; es posible estar completamente en desacuerdo con ella, lo que no es posible es no acatarla.
¿Nuevas instancias supra-nacionales con atribuciones soberanas?
Al no haber una guía ni un plan de acción universal, cada gobierno decide autónomamente cuales son las medidas que se van a tomar. De estas resoluciones se desprende la heterogeneidad de las decisiones de los presidentes y primeros ministros. Y, siguiendo un lineamiento realista, los Estados continúan estando entre sí en lo que Hobbes llamo “estado de naturaleza”. Cada uno decide lo que considera más conducente para su propio beneficio sin considerar a ningún otro. En esta situación límite, a falta de un plan modelo, todo parece improvisado.
Zizek subraya, ante estos hechos, que la pandemia conlleva “el virus de pensar en una sociedad alternativa, una sociedad más allá de la nación-estado, una sociedad que se actualice como solidaridad global y cooperación”. Su opinión acertada, aunque utópica, se sostiene sobre el diagnóstico de que el coronavirus es un ataque letal al sistema capitalista, individualista, transnacional y de libre mercado. Según él, el virus nos daría pie para pensar o idear entidades supranacionales o multilaterales que nos den un plan de acción ante este tipo de problemáticas, pero que no sean meramente guías morales como lo es ahora la OMS, cuyas recomendaciones algunos Estados acatan y siguen, mientras que otros ni siquiera toman en cuenta. Debieran ser, nos dice, entidades que puedan tener implicancia real en la toma de decisiones de los Estados en todo el mundo, sirviendo de guía epistémica y técnica y que, al mismo tiempo, sancionen a aquellos que las incumplan. Ahora bien, cabe preguntarse: ¿cómo serían esas entidades? ¿Cómo lograrían esa pretendida neutralidad y universalidad a la hora de dar indicaciones? ¿Dónde obtendrán el certificado de “legitimidad moral” para poder dirigir y entrometerse en las políticas de los Estados?
Crisis del capitalismo y retorno a la comunidad
La crítica de Han a Zízek acerca de que el Coronavirus no es un ataque al capitalismo y de que este último saldrá victorioso apoyado en la “razón” (aludiendo a una especie de positivismo capitalista) me parece errónea. El Covid-19 viene dando sobradas muestras de que implica una crisis del capitalismo: las bolsas de todo el mundo han caído, los programas liberales y de poca o nula intervención estatal han sido duramente criticados, el Estado como resguardo de la seguridad civil se ve favorecido en detrimento del mercado como garante del equilibrio social.
Por otro lado el abordaje que realiza Byung-Chul Han de la situación “inmunológica” de occidente me parece pertinente: hace tiempo que no vivimos una situación de amenaza bélica. Luego de la caída del muro en 1989, el mundo occidental entró en un auto-entronizamiento. Parecía que el modelo liberal/neoliberal democrático constitucional había conseguido la victoria y era el patrón que todos los gobiernos debían seguir; el consenso de Washington en 1994 había sido la declaración de principios y pese al crash económico del 2008, el modelo siguió vigente. La negatividad del enemigo “interno” quedó barrida, la globalización, la hiperconectividad, la homogeneización urbana, la tolerancia multiculturalista y el estilo de vida “cultour” (termino de Han que expresa el modo de vida del “turista permanente”, del ciudadano de mundo, sin patria ni Estado más que el Mundo) nos aproximaban a vivenciar el ideal de la “aldea global”.
Con el ingreso del virus se vuelve a completar el espacio vacío en la categoría enemigo, el presidente francés Macron ha dicho “estar en guerra” dada la situación de su país. Alberto Fernández expresó “estamos en guerra contra un enemigo invisible”. La negatividad vuelve a la escena, otra vez hay un “nosotros” y un algo que derrotar, este escenario rápidamente despierta en la población sentimientos de patriotismo y de solidaridad, cierta empatía comulga entre los individuos de una misma sociedad. De hecho, ésta parece ser la palabra del 2020: solidaridad. Los mandatarios de todo el mundo hablan de solidaridad entre los ciudadanos y demandan eso mismo a los empresarios. El tira y afloja de Paolo Rocca (CEO del grupo Techint) y Alberto Fernández se centra en esta discusión. Incluso la directora del FMI, Kristalina Gueorguieva, asistió al seminario “Nuevas formas de solidaridad” en el que también se encontraba otro predicador de la palabra, el Papa Francisco, e intercambiaron nociones y puntos de vista para llevar a cabo un mundo que se oriente en ese sentido. La vuelta del “enemigo” es un retorno a la comunidad, el concepto de comunidad está semánticamente ligado al de solidaridad.
Meditar alternativas soberanas
La situación global es extraordinaria. El mundo ha entrado en corto. El filósofo Berardi escribió en una especie de crónica filosófica: “No hay pánico, no hay miedo, sino silencio. Rebelarse se ha revelado inútil, así que detengámonos”. Este “detenerse” es probablemente una de las pocas inacciones que pueden tornarse creativas a la hora de pensar el futuro. La crónica socioinmunológica de Berardi me remitió a un discurso conmemorativo que dió Heidegger en su pueblo natal, allá por el año 55 del siglo pasado al que se la ha dado el título “Serenidad”. En dicha ocasión, el filósofo alemán dijo: “El pensamiento meditativo requiere de nosotros que no nos quedemos atrapados unilateralmente en una representación, que no sigamos corriendo por una vía única en una sola dirección. El pensamiento meditativo requiere de nosotros que nos comprometamos en algo que, a primera vista, no parece que de suyo nos afecte”.
En aquella oportunidad Heidegger pedía a sus “paisanos” tener serenidad a la hora de plantearse la relación y el vínculo que la humanidad debía asumir respecto al uso de la energía atómica y la tecnocratización de la vida. Un poder decir “si” y “no”. Sí al uso de la tecnología, no a una dependencia y un abuso de ella. No al hombre-máquina devenido máquina-humana. Este distanciamiento en el “no”, este recurso meditativo del pensar que se sale del pensar calculador, es el mismo recurso que hoy debemos utilizar a la hora de reformular cuales son las prioridades que nos damos como sociedad. El clásico heideggeriano del paso atrás, que no cabe pensar como retroceso sino como reposicionamiento.
¿Hoy queremos libertad individual y meritocracia o solidaridad y colectivismo? ¿Queremos un Estado que ejerza biocontrol sobre nosotros al estilo asiático, que maneje nuestros datos, pero que nos proteja de manera más eficiente? ¿Cuál sería el límite al que estamos dispuestos a acceder en pos de esa seguridad? O por el contrario ¿Queremos un Estado en retirada, que nos deje desplegar todo nuestro potencial sin límites morales y que en situaciones excepcionales tampoco se presente?
Cabría también la posibilidad de una tercera posición que se plantee como alternativa a estos dos modelos dicotómicos. El pensamiento de Dugin acerca de los populismos podría aportar un modelo teórico a mitad de camino. Para él, populistas son aquellos que van en contra del status quo, contra el liberalismo, sin caer en las opciones totalitarias del pasado (comunismo o fascismo). “El populismo no es una ideología, el populismo es un “no” dicho a esta dominación del liberalismo”, una reacción al dominio progresista en lo cultural y al neoliberal en lo económico. Su concepción se fundamenta en una política económica de izquierda, con predominio del Estado sobre el mercado, en la que la justicia social, la redistribución del ingreso y el retorno al estado de bienestar vuelva a tener implicancia; pero en combinación con una política cultural olvidada y vilipendiada desde el nuevo orden mundial liberal, en la que la comunidad y todo aquello que es anterior al Estado (las tradiciones, lo identitario de cada pueblo, sus instituciones y su ethos) sean los ejes desde los cuales cada sociedad se desarrolle.
Cabe considerar dentro de estas variables la concepción de “patriotismo” que Hegel enuncia en sus “Principios de la Filosofía del derecho”. Para Hegel existe una disposición racional a la hora de pensar el patriotismo: se trata de una confianza en que la toma de decisiones que haga el Estado tome en cuenta los intereses de cada individuo particular, los resguarde y organice de modo tal que queden representados.
¿Es posible volver a pensar un patriotismo hegeliano, en el cual, el Estado deje de ser un otro para los ciudadanos? ¿Es la idea de “comunidad” un retroceso dentro de la dinámica de la modernidad occidental o es más bien un heideggeriano “paso atrás” que quizá permita una nueva simbiosis entre el cuerpo social y el cuerpo político?
Muchos interrogantes, las respuestas están en el futuro.
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