De pandemias y otros demonios. Reflexiones sobre la noción de comunidad.

Por Andrés Berazategui*

El coronavirus motiva análisis a partir de las más diversas perspectivas. Desde cifras sanitarias hasta proyecciones políticas, multitud de opiniones abundan por redes y medios de comunicación. Científicos y filósofos se ven interpelados, así como también esos especialistas de lo mínimo que aparecen en los mass-media bajo el nombre de periodistas. La realidad nos indica que algo no visto hasta ahora genera motivos suficientes para reflexionar sobre un presente que no nos esperábamos. Podrán aducirse antecedentes más o menos cercanos en el tiempo, más o menos parecidos en cuanto a los hechos, pero esta vez percibimos que es distinto. Sea como fuere, veamos algunas opiniones que han circulado en relación a dos temas: uno inmediato y cercano como es la familia, y otro más amplio como es el orden internacional.

Sophie Lewis, o el fin de la familia

De una de las tantas usinas de ideas que financian las fundaciones internacionales Open Society, de George Soros, o The Rockefeller Foundation, entre otras, nos llega un planteo sin eufemismos: la actual crisis del coronavirus demuestra que hay que abolir la familia. No se intenta demostrar una cierta incapacidad de la institución familiar para alcanzar soluciones sanitarias. No. La familia en sí misma “apesta”, según nos dice Sophie Lewis en un artículo publicado para la organización Open Democracy, titulado “La crisis del coronavirus muestra que es momento de abolir la familia” [1]. El argumento principal hace rato que es conocido, aunque pocas veces se llega a conclusiones tan explícitas.

El matrimonio, se nos dice, es una jerarquización impuesta por el hombre para mejor administrar el modo capitalista de producción, con las desventajas traducidas en la explotación de los cuerpos y las psiquis de las mujeres. Así las cosas, si la convivencia familiar es en realidad una cobertura para la explotación y el dominio por parte del hombre, no basta con pedidos de trato justo para con ellas, ni con el reconocimiento de una misma dignidad para varones y mujeres. Directamente hay que abolir la institución de lo que llama “familia nuclear”. Esta última expresión ­–cada vez más en boga–, denomina aquella realidad que usualmente no merecía mayores precisiones, es decir, la organización de los convivientes, en un mismo hogar, unidos por lazos sanguíneos o ético-afectivos.

Es cierto, la vida compartida cambia y, particularmente en occidente, la desarticulación progresiva de los lazos comunitarios genera reformulaciones en lo colectivo con una velocidad nunca antes vista. Emergen rupturas transversales en el orden social que modifican los entramados identitarios y los imaginarios simbólicos. Las redes sociales y los espacios virtuales generan nuevos modos de tejer relaciones interpersonales, y los entornos humanos adoptan diferentes dinámicas en cuanto a la geografía y al tiempo. No verlo es estar ciego, es vivir en un mundo que ya no existe.

Pero, ¿y esto qué tiene que ver con promover la abolición de la familia? Para Lewis no hace falta demostración, o al menos no se muestra preocupada en argumentar demasiado para justificar sus afirmaciones. Simplemente da por descontado que es una institución proclive a la violación, al abuso infantil y a la explotación económica. Y si no es ninguna de estas cosas, igual “apesta” porque nos asigna género, raza o nacionalidad, a los que señala como nefastos estereotipos de reproducción social. Uno podría argumentar muchas cosas contra estas afirmaciones, e incluso valorar positivamente la carga simbólica que esos elementos han tenido para las personas al ayudar a dotarlas de identidad en distintos momentos de la historia.

Para Lewis, la familia también es funcional al capitalismo ya que reduce el costo al capital –no explica cómo–, pero también porque maximiza el “tiempo vital” de los seres humanos al hacer que estos realicen mayores tareas en sus hogares, y esto resultaría un chantaje porque implica reconocer que la familia es el único espacio de amor y de contención. En este punto nos encontramos sorprendidos, ya que suponíamos que estas eran características positivas de la convivencia familiar. Pero pasemos al siguiente tema.

Harari y los peligros del nacionalismo

El abordaje del filósofo Yuval Harari se relaciona más con la pandemia en tanto que fenómeno internacional. Corregimos: como fenómeno global, en sus palabras. El detalle no es menor, ya que lo que le interesa resaltar es la perspectiva posnacional para la solución de las problemáticas del futuro. Para este filósofo estamos en una crisis histórica. El mundo ya no será el mismo de aquí en más y las decisiones que se tomen con respecto a la pandemia modelarán el orden por venir.

En un artículo publicado en Financial Times [2], Harari analiza dos cuestiones. Por un lado, se pregunta si el mundo avanzará hacia una vigilancia totalitaria o los gobiernos optarán por suministrar información a los ciudadanos con el objeto de “empoderarlos”. El segundo interrogante que se hace es si habrá un auge de aislamiento nacionalista o, por el contrario, aumentará la solidaridad global.

Con respecto al primer dilema, Harari plantea una serie de problemas reales y peligrosos. Hoy la tecnología permite un control realmente extenso, pudiendo los gobiernos ejercer un seguimiento sobre gran cantidad de aspectos de la vida privada en básicamente todo el mundo. Podría ser una tentación muy grande para los Estados recabar y centralizar gran cantidad de información sobre nuestras preferencias ideológicas, como sobre nuestros hábitos de consumo. Con respecto a nuestra salud, el peligro de que con un simple “clic” puedan apelar a nuestros historiales médicos es real. Según el filósofo israelí, para evitar esta situación de “control total”, los políticos deberían abocarse a una tarea de proveer información constante a la sociedad, en la confianza de que ciudadanos convenientemente ilustrados tomarán decisiones responsables y correctas sobre sus vidas. Vieja lógica liberal según la cual el individuo, si está dotado de total información, tomará entre una decisión buena y una mala la correcta, y entre dos opciones correctas, la mejor. El ser humano es principalmente racional, así que basta con informarlo adecuadamente para que solo se cuide. No hacen falta vigilancias, ni mucho menos coerciones exteriores que decidan en vista a un bien común, ya que este se dará como consecuencia de una suma o agregación de intereses individuales maximizados. La confianza que tiene Harari en la razón humana nos parece exagerada y resulta extraño que, como teórico de la evolución que es, no diga una palabra sobre los aspectos instintivos de la especie cuando es nada menos que la supervivencia de las personas lo que se está poniendo a prueba.

Lo segundo que le preocupa es saber si el mundo se dirigirá al nacionalismo, al que necesariamente identifica con egoísmo, fronteras cerradas, aislamiento; o bien si las dirigencias políticas tomarán la decisión de cooperar globalmente para abordar la pandemia, y esto no como una mera cuestión de coyuntura, sino como un mecanismo permanente para la resolución de los problemas globales de aquí en más. En boca de un pensador como Harari, la constante apelación al término “global” no es inocente, ya que da por supuesto un mundo posnacional, donde los Estados cederán el paso a nuevas instancias decisionales por encima y más allá de los Estados como unidades políticas. Es más, considera un peligro que “cada gobierno se ocupe de lo que es suyo”. Se muestra indignado con el G7, pues dice que lo único que hizo fue tardar en tomar decisiones y solo organizó una videoconferencia. También critica la inacción de los Estados Unidos, país al que acusa de abandonar el rol de líder mundial haciendo prevalecer su grandeza nacional por sobre los intereses de la humanidad. Curiosamente no somos pocos los que preferimos esta situación, habida cuenta del historial de los norteamericanos cada vez que deciden “ayudar” al mundo. Será porque escribe desde Israel, Estado que sí se ha visto beneficiado por la ayuda de los Estados Unidos, sea por transferencias tecnológicas en materia de defensa, por ayuda económica o por el consistente apoyo diplomático de los norteamericanos en diversos organismos internacionales. Por nuestra parte, la verdad es que no añoramos al buen vecino del norte.

La comunidad como respuesta

Los análisis precedentes toman diferentes objetos, pero ambos comparten el individualismo metodológico a la hora de realizar sus abordajes. El supuesto fundamental del que parten es el individuo racional, autosuficiente y maximizador de beneficios que sabe decidir correctamente, si se halla libre y lo suficientemente informado. Toman al individuo como sujeto social relevante y único articulador de la vida colectiva. Lewis analiza el ámbito inmediato de convivencia, la familia; Harari la vida pública y las relaciones de las distintas unidades políticas en el escenario internacional. Pero ambos empiezan y terminan en ese átomo humano portador de una razón que calcula, decide y ejecuta de modo autónomo.

En cuanto a nosotros, preferimos una mirada comunitarista para realizar un análisis que integre a las personas, las familias y los pueblos. Veamos algunas afirmaciones en ese sentido.

Los hombres y mujeres concretos son realidades dotadas de psiquis y cuerpo que se realizan a partir de presencias objetivas que las condicionan exteriormente. La historia, el entorno social, las costumbres, la geografía, las relaciones humanas que se establecen en los trabajos, por ejemplo, obran como formadores de identidad a partir de su interacción con las decisiones y acciones individuales. Los seres humanos son ellos con otros y en algún lugar. Ya por el alimento y los cuidados necesarios para sobrevivir durante las primeras etapas de la vida se puede comprobar la necesidad de otros. El lenguaje resulta imposible aprenderse en soledad y el mismo ejercicio de lo que entendemos por racionalidad está influido por múltiples factores.

Las identidades compartidas modelan la personalidad colectiva y, en principio, son positivas. Generan símbolos comunes para un conjunto de personas y la memoria de ellos las dota de autoconciencia. Por lo tanto, proveen a una comunidad de un sentido de pertenencia que hace que cada una de sus partes (sean personas o grupos) tengan una cierta lealtad de unas para con otras, y puedan ajustar sus conductas a la convivencia para que la vida concreta sea posible. Si cada individuo no tuviera la más mínima responsabilidad para con otros, reinarían el egoísmo y la anarquía. Es de notar que, cuanto más fuerte es el sentido de pertenencia a un “colectivo”, mayor lealtad se le tiene y de esto se deriva un orden legitimado que hace estables las instituciones sociales que lo expresan. Esto es importante, ya que en las organizaciones funcionales y legitimadas es posible realizarse.

No obstante, como dijimos con anterioridad, la vida contemporánea nos presenta reformulaciones en los espacios tradicionales de convivencia. Otras realidades nacionales (como sea que se interpreten) pueden emerger con la evolución de ciertos regionalismos, por ejemplo [3]. También se modifican las labores productivas y se crean nuevos ámbitos de trabajo. Pero mientras la historia la protagonicen seres humanos, estos requerirán de instancias mayores a su propia existencia para realizarse.

Ahora bien, ¿pedir la abolición de la familia es percibir la emergencia de nuevas realidades o simplemente adoptar una posición ideológica? Con respecto a la ineficacia de los Estados nacionales: ¿acaso las instituciones globales serían mejores? Las ideologías, por más bien intencionadas que estén, no pueden ir contra la realidad. Las normas e instituciones sociales que funcionan parten siempre del reconocimiento de manifestaciones preexistentes que algunos actores logran organizar por actos de su voluntad, es decir, por el ejercicio del poder. Se construye sobre lo que existe, no sobre entes de razón.

En el caso de la vida internacional, decidir relegar a los Estados nacionales para poner en su lugar instituciones globales no puede terminar en nada estable ni eficaz, dada la multiplicidad de intereses en pugna. Solo podrá terminar en nuevas y artificiales organizaciones creadas para beneficiar a actores con lógicas globales que tengan la posibilidad de construir y financiar semejantes estructuras supranacionales. Los Estados son unidades políticas concretas de colectividades concretas, al punto que tenemos en ellos la posibilidad de cuestionar, actuar y eventualmente remover a las autoridades públicas. ¿Qué rendición de cuentas podrían tener los funcionarios de organismos globales para con los ciudadanos de cada uno de nuestros países? De allí que nos resulte sospechoso que se invierta tanto esfuerzo intelectual en construir un concepto como el de “sociedad civil global”, entelequia que nos parece destinada a justificar la creación de tales organismos. ¿Qué memoria colectiva, símbolos y costumbres comparten acaso los hombres en tanto que pertenecientes a la Humanidad? Esto parece explicar tantos esfuerzos destinados a crear mitos globales, memorias globales, miedos globales…

Por nuestra parte, preferimos volver la mirada a la comunidad, esa formación que nace como resultado del ejercicio de experiencias compartidas a través del tiempo y que dota de propia personalidad a un conjunto de hombres y mujeres. Allí encontramos a nuestros seres queridos de carne y hueso. Allí están aquellos con quienes dialogamos, sufrimos y nos alegramos. Comunidad es la familia donde crecimos, el barrio donde caminamos diariamente; el trabajo, el gremio, el club… y la patria. Mientras escribimos estas líneas, el mundo está progresivamente asombrado por el miedo que provoca un simple y diminuto virus. Pero ese miedo puede empezar a controlarse cuando nos enteramos de que no estamos solos, porque allí también están nuestros otros. Y es con ellos, precisamente, con quienes también nosotros mismos podemos reconocernos y cuidarnos.

*Andrés Berazategui, miembro de Nomos, es Licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad Argentina John F. Kennedy, y maestrando en Estrategia y Geopolítica en la Escuela Superior de Guerra del Ejército (ESGE).

1 Lewis, Sophie: “The coronavirus crisis shows it’s time to abolish the familiy”, fechado el 24 de marzo y publicado en la página web de la Open Democracy, institución financiada también por National Endowment for Democracy, Tinsley Foundation, University of Bristol, etc. La Open Democracy ha realizado trabajos conjuntos con el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS).

2 The world after coronavirus”, en la página web del Financial Times, 20 de marzo de 2020.

3 No se nos escapan dos observaciones: no en todo el mundo se entiende lo mismo por “nación”. Ni tampoco todos los reclamos que se presentan como “nacionales” son siempre genuinos, ya que hay conflictos acicateados por potencias que pretenden alcanzar ciertos objetivos políticos.

4 comentarios

  1. No conozco obra más universal que Don Quijote de La Mancha, ni tampoco identidad más manchega. Lo mismo con nuestro Martín Fierro, cuando una manifestación humana logra transmitir en profundidad las características identitarias constitutivas de una comunidad, se transforma en universal porque logra la automática identificación del resto de los Pueblos que encuentran allí los signos comunes a su propia identidad. Por ello creo que para poder SER universal se debe SER tan nacional como las expresiones del alma que nos anima en nuestra comunidad. El «ciudadano del mundo» nunca podrá ser la identidad global por carecer precisamente de una.

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  2. Muy interesante lectura, pone en un sitio más objetivo las posturas de los autores y da otras opciones de pensamiento, aunque la filosofía no es mi área, innumerables veces me he dado cuenta de la limitación de la racionalidad del ser humano para ver en realidad cuales serán las consecuencias de sus actos (individuales o comunitarios) y que olvidamos muchas veces la gran influencia de las emociones sobre el raciocinio; comento esto en relación a la afirmación de que el humano siempre tomará decisiones correctas si cuentan con la información adecuada, creo que los factores son más profundos.

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