Por Esteban Montenegro
“El mundo ha perdido su Norte”, dijo hace unos días un compañero nuestro. Y con razón. El problema es que el Norte mismo no se da por aludido. Sus voces cantantes parecen coincidir no sólo en el foco de sus análisis, sino también en repetir las mismas viejas recetas de siempre. Desde los «críticos» (Slavoj Zizek) a los «optimistas» (Yuval Noah Harari), pasando por los «escépticos» (Byung-Chul Han), todos los “sabios famosos” no hacen sino retroceder ante la posibilidad de cambios radicales, coincidiendo en ello con los más altos representantes del cuestionado orden global (Henry Kissinger). Por más útiles que sean los servicios prestados por algunos de ellos, ninguno de los pensadores en vidriera nos puede dar aquello que precisamos hoy: una respuesta concebida desde el interés nacional. Razón por la que ensayaremos una nosotros, saliendo al paso de las falsas dicotomías que estos nos presentan.
1. ¿Fronteras cerradas o abiertas? ¡Control estatal de fronteras internas y externas en favor del sector productivo nacional! [1]
La necesidad de cuarentenas, bien fundamentada médicamente, ha encontrado un eco en la presión ideológica para establecer fronteras definidas y poner en cuarentena a enemigos que supongan una amenaza para nuestra identidad (Slavoj Zizek).
El ataque al nacionalismo cultural o económico, que propone endurecer los controles de las fronteras externas, alega que el mayor beneficio para el Estado no dependería tanto del resguardo como de la flexibilización de las mismas. La globalización y el avance del comercio internacional, con los innumerables beneficios materiales que suponen, serían argumento suficiente para mantener las fronteras lo más abiertas posibles. Además, en el primer mundo “libre”, nadie puede negarse a vivir en una sociedad multicultural sin ser denunciado. La estúpida presión legal y la censura tácita de la corrección política ha llegado a convertir en un tabú el mero hecho de dudar que nos enriquezca, en cualquier caso, convivir con gente que no comparte nuestras costumbres ni modos de vida. Y aunque sea debatible, ¿quién puede estar cómodo de verse obligado a ello?
Siguiendo la lógica de esta doble imposición, económica y cultural, con más o menos reparos, todos los autores mencionados más arriba han puesto el grito en el cielo por el peligro que supondría el cierre de fronteras y el establecimiento de cuarentenas por motivos sanitarios, en tanto éstas marcarían la “vuelta” a un paradigma “perimido” de soberanía: la del Estado nacional y la administración de fronteras en beneficio de la población local.
Hace unos días concluíamos una respuesta a Byung-Chul Han pidiendo una “Suramérica cerrada», para desafiar esta tendencia a la entropía, propia del «pensamiento débil» de nuestra época, con palabras claras y provocativas. Pero lo cierto es que resulta tan falsa la existencia de «fronteras abiertas» como de «fronteras cerradas». Precisamente, lo que caracteriza a la noción misma de “frontera” es su “traspasabilidad”, pero, mucho más, el hecho de que su cruce siempre pende de la autorización de un Estado. Incluso detrás de la idea de la «apertura de fronteras» está precisamente el Estado liberal autorizando la entrada. El poder de control no desaparece ni desaparece la frontera, sino que se habilita su cruce según una determinada dirección política. Por tanto, siempre hemos lidiado con el control de las fronteras.
Para dilucidar mejor este hecho, hay que ir más allá de la dicotomía entre «fronteras cerradas» o «fronteras abiertas». Esta nos esconde que no sólo existen «fronteras externas» entre Estados, sino también «fronteras internas» de distinto orden al interior de los mismos, por las que las autoridades deben velar de igual manera. En este momento excepcional podemos ver cómo, ante la pandemia, ciertos países declaran cuarentenas y cierres de frontera sólo en algunas ciudades o regiones de su territorio. Pero hay algo más, el Estado mismo controla la frontera más interna de todas: la que separa el ámbito público del privado, del hogar o propiedad de cada quien. Es el cierre de esa frontera, lo que llamamos “cuarentena”. No es una apelación democrática a la razón de cada individuo, para que éste libremente decida si va a quedarse o salir: se trata de una prohibición de cruzar la frontera más interna de todas, la que separa nuestra casa del espacio público, a todo el que no tenga autorización para hacerlo.
A la luz de esto, muchas de las libertades consagradas en la Constitución resultan relativas desde el punto de vista fáctico de la soberanía del Estado. Pensemos en la «libre circulación», por ejemplo. Hoy es violada rotundamente, dada la situación excepcional. Pero aún incluso en tiempos de normalidad y a pesar de la letra escrita, la circulación se encuentra de hecho siempre sometida al trazado establecido por el Estado para las rutas, vías férreas, marítimas y aéreas. Y cada uno de estos trazados puede encontrarse con fronteras internas, que supongan cobro de peajes e impuestos o restricciones comerciales o sanitarias para el ingreso de cierto tipo de bienes a una determinada región. Esto nos obliga a pensar, también, en la responsabilidad del Estado respecto de la logística que hace posible el tránsito comercial y el desarrollo económico de unas regiones y sectores productivos en detrimento de otros. El control de las fronteras internas y externas no se justifica sólo por las amenazas a la seguridad, el orden o la salud, sino también por las amenazas y desequilibrios económicos que podrían afectar el desarrollo integral de la población. Ahora, por la situación excepcional que vivimos, pareciera que súbitamente el Estado tendría que hacerse cargo de la economía, como si antes no lo hubiera estado. Lejos de tratarse de algo secundario, puede considerarse que el control de las fronteras externas es sólo la extensión del poder que el Estado tiene para controlar sus fronteras internas.
Si bien en materia de soberanía el hincapié se ha puesto, por lo general, sobre el control de las fronteras externas, que nos separan de potenciales enemigos externos en caso de guerra, la fundación del Estado moderno se ha impuesto, sobre todo y antes que contra otros Estados, sobre el ámbito de lo privado, sobre la frontera interna que se traza frente a la suma de individuos, es decir, frente a «la sociedad civil». Pero también sobre los distintos niveles de gobierno regional: provincial y municipal. Las fronteras internas son, pues, el fundamento metafísico moderno de la frontera externa, y son previas. El Estado se funda en ellas. Esto resulta lógico si tenemos en cuenta que la soberanía no precisa postular la existencia de otro Estado. Ser soberano significa, por definición, que no se admite nada por encima de uno, que uno se postula por sí solo. El Estado se establece entonces, de manera necesaria, sobre el interior de sus dominios antes que sobre sus límites. Por tanto, el establecimiento de las fronteras externas mediante tratados limítrofes, supone ya la existencia y el encuentro (no siempre pacífico) con otros Estados, y representa una etapa posterior, tanto lógica como estructuralmente, al dominio sobre las fronteras internas. Esto no debiera extrañarnos pues es precisamente el Estado, por definición, aquel que pone y puede poner límites, legítimamente, a otros. Y, en el fondo, esa “negatividad” es lo que lo define.
Esta distinción conceptual nos permite comprender la vigencia del paradigma de la frontera en materia de soberanía incluso en tiempos globalizados de fronteras externas ultra-permisivas. Lo que siempre se esconde en los análisis al respecto es que el relajamiento de controles en las fronteras externas supuso el avance de la frontera del mundo privado sobre el público, y el cierre cada vez más agresivo de la misma. El flujo internacional creciente de dinero, mercancías y personas levantó verdaderas fortalezas infranqueables al interior de cada Estado. Ricas ciudades concentraron los recursos y la inversión del Estado en detrimento de las zonas rurales, que por su poco peso específico en términos económicos y electorales fueron literalmente abandonadas. Proliferaron los barrios vip para ricos, completamente cercados, a los que nadie es invitado a pasar en calidad de “refugiado”. Y para los que no pueden pagar, en cambio, avanzó la frontera de las zonas liberadas, llenas de candor multicultural y tanta ausencia del Estado como en la casa del adinerado. Todo un privilegio. Los Estados liberales, contra lo que profesan, siempre estuvieron llenos de cercos y alambres de púa: “Prohibido pasar, propiedad privada”, reza el muro contra el que ninguna ONG progresista movilizó sus lágrimas de cocodrilo. Como resulta patente, lejos de estar promovido por un “Estado benefactor de inspiración humanista”, este par de relajamiento externo y cerrazón interna es dictado por el totalitarismo del Capital.
Nos permitimos aquí dos palabras más sobre la opinión negativa de Han respecto de que las cuarentenas generalizadas y los cierres de fronteras no sirven para combatir eficazmente la pandemia, a lo que se suma la advertencia y el miedo de que lo verdaderamente eficaz resulta ser la vigilancia digital totalitaria “al modo chino” (siempre haciendo de cuenta que no existe censura y persecución digital en Occidente, algo que en cambio se encarga de matizar Zizek [Pandemia, p.17]). Recordemos que, según Han, nuestras sociedades estarían sobreactuando frente al virus al tratarlo de “enemigo” y “sacando músculo” innecesariamente frente a él al cerrar las fronteras y prohibir la circulación. La paradoja es que no tendría sentido la vigilancia digital total sobre todos los aspectos de la vida privada de los individuos si el Estado no tuviera el poder de restringir la libre circulación. ¿Qué haría entonces un “omnisciente” Estado vigilante si descubriera a un enfermo y no pudiera aislarlo? Poderle imponer una “frontera interna”, encerrándolo en cuarentena en el ámbito de su casa, es el supuesto obvio que acompaña al nuevo aspecto “virtual” o “digital” de la soberanía. Si el argumento de Han supone esto, entonces admite la efectividad del control y establecimiento de límites estatales sobre la frontera interior, entre sanos y enfermos, ¿con qué excusa despotricará luego contra la administración racional de la frontera exterior en la misma materia? Frente a la pandemia, ambos controles corren en paralelo: donde no se cerró la frontera externa a tiempo —permitiendo el ingreso de enfermos en vuelos internacionales—, el Estado se ve obligado no solo a dictar una cuarentena para los sujetos enfermos y casos sospechosos, sino para toda la población, dentro de la frontera interna de sus propias casas. De otro modo iríamos hacia una saturación del sistema sanitario y un aumento del número de muertes. Resulta entonces que, contra Han y los miedos de Harari et alia, la mejor forma de cuidarse del avance de la enfermedad no es ni puede ser la mera vigilancia digital en cuanto tal. Ésta es sólo un complemento del control soberano de las fronteras internas y externas del Estado nacional, que tampoco es novedoso en Occidente. Existen en muchos países del “mundo libre” unidades de ciber-delito especializadas en perseguir a propagadores de lo que llaman “discursos de odio” o “fake news”, entre otras tipificaciones. El miedo real de todos estos autores es que la tecnología digital y las potestades soberanas del Estado, que nunca se fueron a ninguna parte, dejen de estar al servicio del mercado y el liberalismo globalista. Por eso huyen de todo lo que huela a “disciplina”: les recuerda la legitimidad fáctica que siempre tendrá el Estado, el soberano, para ponerle fin a su mundo.
El tema da para largo y volveremos sobre él. Pero no queremos cerrar este apartado sin dejar de mencionar las consecuencias políticas de esta falsa dicotomía entre fronteras “abiertas” o “cerradas”. En general, la mayoría de los partidos que explotan electoralmente el problema de las migraciones externas no abordan el problema de la asimétrica asignación de recursos y de la ausencia del Estado a la hora de velar por las fronteras internas. Es decir, podríamos decir que por derecha prima una visión securitaria por sobre el aspecto social y económico del problema de las fronteras. Pero por izquierda, en cambio, ¡no nos queda nada! Lo máximo alcanzado en el terreno social y económico por los gobiernos social-demócratas son medidas «expansivas» tímidamente keynesianas y programas de asistencia social para marginados e inmigrantes; programas rara vez orientados hacia la población trabajadora o el pequeño empresariado local. Prima, por tanto, un humanitarismo abstracto y una mendacidad asistencial en materia social y económica, que sólo agrava los conflictos que se ciernen sobre las fronteras internas de cada Estado e impiden una auténtica movilidad social. La hipocresía de unos y otros no debería llevarnos a elegir el mal menor, sino a esbozar otra posición equidistante de ambas: una tercera posición soberana, en la que la administración de las fronteras internas y externas sea reconocida al Estado para resguardo de los intereses de la población nativa.
2. ¿Cooperación global o aislamiento de las naciones? ¡Soberanía nacional! ¡Integración regional! ¡Paz y Amistad con el Este! ¡Multipolaridad!
«En este momento de crisis, nos enfrentamos a dos elecciones particularmente importantes. La primera es entre vigilancia totalitaria y empoderamiento ciudadano. La segunda es entre aislamiento nacionalista y solidaridad global» (Yuval Noah Harari).
¿Cuál es el motivo común de Harari, Zizek y Kissinger para desconfiar de la capacidad de los Estados para responder a la crisis desencadenada por la peste? Supongamos que de buena fe crean que habrá Estados inviables después de la severa crisis económica global que nos espera. Ahora bien, ¿qué clase de actor político internacional es «la solidaridad»? Ninguno. De existir cooperación, ha de ser comprendida desde un punto de vista realista, como el instrumento político de un Estado soberano realmente existente. La ayuda china y rusa a Italia, por ejemplo, no es producto de “la solidaridad”, sino del poder blando que estas potencias ejercen como producto de su construcción y acumulación de poder nacional. Lejos está de asustarnos este hecho, como les pasa a los globalistas. Pero sí nos motiva algunas preguntas. ¿Dónde está la ayuda de la Unión Europea que se esfuerzan estos autores en defender? Mucho peor, ¿dónde están sus críticas respecto del «poco solidario» rol (para decir lo mínimo) que está teniendo la Comisión Europea? Zizek dedica todo un capítulo de Pandemia [cap. 3] a señalar los graves problemas que afectan a la Unión Europea, pero sus críticas se concentran en… ¡Erdogan y Putin! Como si viviéramos aún en tiempos de la Guerra Fría, parece que la culpa está siempre en el Este. Nos detenemos en esto porque resulta sintomático que alguien que se presenta como crítico del orden político occidental y de la corrección política exija juzgar como criminal de guerra a Putin en La Haya, por su «explotación del sufrimiento sirio» (p.23) y la aparición de un «Assange chino» (p.41) que exponga al régimen autoritario a cuya condena dedica la mayor parte de su libro. De Merkel, Conte, Macron o Sánchez, ni una palabra. Ya vemos, pues, por dónde pasa la propuesta “cooperación global”: por destruir o limitar la soberanía de todos los Estados autónomos en materia de política internacional. ¿Justo ahora que se revelan como actores indispensables?
¿Qué clase de organismo internacional impedirá que las potencias se hagan del material médico necesario? ¿Quién estará dispuesto a ceder el control sobre estos recursos escasos, los que precisamente le otorgan una ventaja comparativa frente al resto de los países? En lugar de esto, vemos cómo proliferan los casos de piratería y pago de sobreprecios para acceder a material médico. Como intentamos mostrar más arriba, todo esto no indica la vuelta de un “viejo y extraño” actor político dado por desaparecido, el cual tendría estas “malas conductas” a raíz de una súbita irritabilidad ante la presencia de un enemigo a sus puertas (Han). Sólo se ha puesto de manifiesto la verdad oculta detrás del relato de la globalización; el Estado no se había ido a ninguna parte, sino que actuaba como facilitador de intereses extranjeros o privados, desnaturalizando sus objetivos primordiales. ¿Causa tanto pavor que vuelva a cumplir con ellos? ¿O el miedo es que a partir de ahora no vuelva más a descuidarlos?
Aquí, además, cabe una pequeña lección que podemos extraer volviendo sobre la «dialéctica del Amo y el Esclavo», expuesta por Hegel, a propósito de la importancia de la producción y la industria nacionales. Sabemos que, de acuerdo a este clásico de la filosofía occidental, la libertad tiene por precio la voluntad de librar una lucha a muerte por el reconocimiento. En ella se enfrentan dos autoconciencias libres, una de las cuales derrota a la otra. A cambio de perdonarle la vida, el vencedor le ofrece trabajar para él al vencido, que pasa a reconocerlo como Amo. El Amo pasa, así, sólo a consumir los productos que produce el esclavo animalizado por él, sin entrar en contacto ya con «lo real»: con el esfuerzo productivo que exige la naturaleza para extraer de ella riquezas. Pero aquí viene la paradoja. Resulta que esta autoconciencia no-reconocida, atada al trabajo para conservar su vida, empieza a ganar un rol importantísimo en la medida en que su labor cumple un rol vital. La vida del Amo, relajada en el goce de productos que ella misma no trabaja, depende ahora de la actividad creadora del Esclavo. ¿No bastará algún tropezón en la salud o en la paz del amo, alguna contingencia, para que el Esclavo haga valer su trabajo y su producción frente a él, exigiendo su reconocimiento? Esta podría ser la síntesis de las relaciones entre China y Occidente en las últimas décadas. Ahora estamos en la parte donde China, hasta ahora fábrica esclava del globalismo, empieza a cobrar sus favores «al mundo libre», que se descubre ante la crisis como un adicto consumista incapaz de sobrevivir por sí mismo. Se trata de una lección estratégica de primer orden: nunca es inteligente delegar la producción de todo aquello de lo que depende nuestra propia supervivencia. Los dirigentes chinos, formados en la lectura de Hegel y Marx desde su propia cultura, no parecen ignorarlo [2]. La agresividad contra China por derecha y por izquierda, a la luz de todo esto, resulta caprichosa. Como estamos acostumbrados, éste parece ser el «recibimiento» que depara Occidente a todo acontecimiento político relevante.
No nos mueve en estas consideraciones ninguna esperanza de redención, al menos de ninguna que sea importada. China es una potencia con la que habrá que tener tan buenas y cuidadosas relaciones como con los EE.UU. de Trump, la Unión Europea (si sobrevive a la crisis) y Rusia, en un equilibrio que será difícil de manejar, pero que no debe anteponer consideraciones ideológicas por sobre un escenario en el que hay que moverse con pragmatismo, en función de valorizar los objetivos de nuestra nación en el escenario internacional. Para tal fin, está claro que el fin de la unipolaridad y de los desesperados intentos por reanimarla, son una buena noticia. Y, ahora más que nunca, se hace preciso volver a articular instancias regionales iberoamericanas para ganar peso específico y margen de acción frente a la crisis que se viene. En lugar de «cooperación global» genérica, necesitamos «integración regional» apoyada en el principio de la soberanía innegociable de cada Estado y más y mejores relaciones multilaterales con todos los países y potencias del mundo. Además, parece difícil concebir que en un escenario crítico como el actual nos perdamos de la posibilidad de hallar un necesario contrapeso a la injerencia atlantista en nuestros asuntos que, no lo olvidemos, ocupa nuestras Islas del Atlántico Sur, depreda nuestros recursos naturales y proyecta, además, sus apetencias sobre la Patagonia y el suelo antártico. Teniendo esto en cuenta, los llamados de los medios, de los «sabios famosos» y de algunos trasnochados locales a defender las «libertades occidentales» frente a la «amenaza oriental», representa un anacronismo artificioso e insostenible desde el punto de vista del interés nacional.
3. ¿Vigilancia totalitaria o «empoderamiento» ciudadano? ¡Disciplina popular para la defensa de la comunidad!
¿Hemos de temer que a raíz de la pandemia también Occidente acabe regresando al estado policial y a la sociedad disciplinaria que ya habíamos superado? Por culpa del virus ¿el liberalismo y el individualismo occidentales serán ya pronto cosa del pasado? (Byung-Chul Han)
Otra de las falsas dicotomías que nos traen nuestros interlocutores es la que nos presenta como opciones necesariamente excluyentes la protección de las libertades individuales, en especial, el derecho a la privacidad, y la adopción de una vigilancia digital que resulte efectiva médicamente hablando pero totalitaria en sus consecuencias. El que disfruta con goce sádico de esta clase de dicotomías, a las que añade siempre un aire de suspenso, es nuestro amigo Byung-Chul Han. Tipo de disfrute muy común, por cierto, entre los biopolitólogos —si se nos permite el aparatoso término para designar a tan aparatosos sujetos. Uno de ellos, que reacciona aterrado y con pánico, acusando a los Estados de conspiradores que aprovechan un “inofensivo virus” como excusa para encerrar a todo el mundo y destruir la economía, es el imaginativo Giorgio Agamben, cuyo capital simbólico no parece verse afectado por su irresponsabilidad. Finalmente, están los que con algo más de sensatez, como Harari y Zizek (Pandemia, p.11), consideran que la única forma de evitar la implementación de un régimen totalitario, es apostar por un “empoderamiento” de la ciudadanía que permita a esta confiar en el Estado, a la vez que permita al Estado confiar parte de su responsabilidad a la ciudadanía. En otras palabras, se trataría de aportar más transparencia e información de calidad científica en los medios de comunicación y en la comunicación oficial del Estado, para motivar a la sociedad a concurrir en las medidas necesarias para mitigar riesgos. Se trata de una forma algo romántica de presentar la cuestión, apelando al sano juicio de los individuos (Harari) o a una confianza en el pueblo por parte de las autoridades, y viceversa (Zizek). Esto puede ser comunicacionalmente válido como estrategia en países de cultura liberal. ¿Pero por cuánto tiempo resistirá esta apelación individual la presión de la crisis? En cualquier caso, sería saludable y previsor que, de aquí en más, el Estado desplazara el énfasis en la apelación a la razón y libertad individuales hacia la defensa de la vida y la comunidad, premiando y poniendo como ejemplo a todos aquellos que contribuyen con su trabajo al bienestar general por encima de los que no lo hacen.
A falta de voces sensatas en el norte resulta pertinente citar un pensador local, Jorge Alemán, quien en contraste con aquellos no retrocede sino que avanza sobre la cuestión, sosteniendo lo siguiente:
[…] ya que se ha apelado a la metáfora bélica, la que reclama siempre un estado de movilización general, no basta con la inevitable cuarentena. Se impone una nueva relación entre los movimientos sociales, las organizaciones militantes y las fuerzas armadas y de seguridad coordinadas desde el Estado en un nuevo proyecto de soberanía popular. […] A su vez, es casi seguro que habrá un nuevo reordenamiento mundial entre los países que eligen a la comunidad frente a los imperativos del Mercado. Pero esto sólo será posible si los Estados recuperan su autoridad simbólica, que evidentemente no es lo mismo que la captura neofascista que los movimientos de ultraderecha se proponen obtener en el caos maldito de la pandemia mundial. (Jorge Alemán, La guerra)
No quedan dudas de que, en este momento de crisis del orden mundial, la capacidad crítica se distribuye mejor a medida que uno se aleja, geográfica y epistemológicamente hablando, de los centros del poder en crisis [3].
4. ¿Ilustración humanista o barbarie? ¡Releer la ilustración en clave historicista como La comunidad organizada!
En un segundo artículo aparecido hace poco, después de nuestra respuesta, Han advierte que los principios mismos del liberalismo están “contra la espada y la pared”, a raíz de la adopción de los modos disciplinarios que demanda la pandemia. Queremos detenernos en esta preocupación que Han comparte con Kissinger, quien también se muestra especialmente preocupado por la supervivencia de los principios del orden mundial liberal:
La leyenda fundadora del gobierno moderno es una ciudad amurallada protegida por poderosos gobernantes, a veces despóticos, otras veces benévolos, pero siempre lo suficientemente fuertes para proteger al pueblo de un enemigo externo. Los pensadores de la Ilustración reformularon este concepto, argumentando que el propósito del Estado legítimo es proveer las necesidades fundamentales del pueblo: seguridad, orden, bienestar económico y justicia. Los individuos no pueden asegurar estas cosas por sí mismos. La pandemia ha provocado un anacronismo, un renacimiento de la ciudad amurallada en una época en que la prosperidad depende del comercio mundial y el movimiento de personas.
Las democracias del mundo necesitan defender y mantener sus valores de la Ilustración. Un retroceso global del equilibrio entre el poder y la legitimidad hará que el contrato social se desintegre tanto a nivel nacional como internacional […] (Henry Kissinger)
Este es el tercero de los puntos que Kissinger se encarga de remarcar al gobierno estadounidense, al que llama a recuperar su rol de líder global (y al que atacan por su aislacionismo también Harari y Zizek). Los primeros dos son: reforzar la respuesta en cuanto a investigación y prevención médica a escala global y preparar un nuevo Plan Marshall para la reconstrucción de la economía global. Si le diéramos micrófono a Zizek, afirmaria que Kissinger es el “comunista” aquí (“el bueno”) y el malo de la película sería Orban o alguno de esos dictadores de rasgos orientales. No es un chiste, aunque lo parezca:
En un discurso reciente, el primer ministro húngaro Viktor Orban ha dicho: “No existe tal cosa como un liberal. Un liberal no es más que un comunista con un diploma”. ¿Y si la realidad fuera al revés? ¿Y si llamásemos “liberales” a aquellos que se preocupan por nuestras libertades, y “comunistas” a aquellos que saben que sólo podremos salvar tales libertades a través de cambios radicales en un capitalismo global que se aproxima a su propio colapso? Entonces deberíamos decir que aquellos que se reconocen a sí mismos como comunistas son liberales con un diploma, liberales que han estudiado seriamente por qué nuestros valores liberales están bajo amenaza y que se han dado cuenta de que solamente un cambio radical puede salvarlos (Slavoj Zizek).
La realidad supera la ficción: el otrora “estalinista” ahora defiende el paradigma de la “cooperación global” e incluso alienta la creación de instancias transnacionales (¿tendrán atribuciones soberanas y poder de policía?) para combatir el Covid-19 (p.29) [4]. Según él, esto se justificaría porque ninguna nación puede salvarse por sí sola. La pandemia habría puesto fin, no solo al libre mercado, sino también al populismo nacionalista (p.42). Hasta ahora, ningún Estado parece darle la razón renunciando al poco margen de acción que les queda después de décadas de recortes y ajustes de todo tipo. Nos referimos puntualmente a su propuesta de cooperación global. La aclaración es pertinente porque el uso zizekiano del término “comunismo” es tan impreciso que parece referir a cualquier medida política que al autor le parezca acertada, tanto como al objetivo al que apunta. Esto cumple un doble propósito: por un lado, cuando encuentra medidas efectivamente tomadas por distintos gobiernos para hacer frente a la crisis y las llama “comunismo”, evita explicar que se trata de las atribuciones propias de todo Estado moderno por definición, independientemente de su “ideología”; por el otro, cuando nos invita a “soñar”, el lado utópico de su propuesta cumple la misma función encubridora, pero en el terreno internacional, saliendo al paso de cualquier realismo en materia de Relaciones Internacionales. Del socialismo científico, en Occidente, ha quedado esta caricatura: un internacionalismo abstracto basado en principios universalistas y opuesto, concretamente hablando, al poder nacional de países de tradición socialista: China en concreto, país en el que el socialismo ha tomado cuerpo en un saber teórico puesto a disposición de la supervivencia del Estado en el concierto internacional, y no al revés. No hay que ser un genio para darse cuenta de que la izquierda occidental va a contramano de lo que sugería Mao Tse Tung, sobre quien Zizek (p.10) pretende dar lecciones a los chinos:
Los marxistas sostienen que la práctica social del hombre es el único criterio de la verdad de su conocimiento del mundo exterior. Efectivamente, el conocimiento del hombre queda confirmado sólo cuando éste logra los resultados esperados en el proceso de la práctica social (producción material, lucha de clases o experimentación científica). Si el hombre quiere obtener éxito en su trabajo, es decir, lograr los resultados esperados, tiene que hacer concordar sus ideas con las leyes del mundo exterior objetivo; si no consigue esto, fracasa en la práctica. Después de sufrir un fracaso, extrae lecciones de él, modifica sus ideas haciéndolas concordar con las leyes del mundo exterior y, de esta manera, puede transformar el fracaso en éxito [Mao Tse Tung, Sobre la práctica].
Pareciera que hoy Occidente y no “el Este” (que aprendió efectivamente de sus errores) es el que se aferra a defender principios teóricos e ideológicos antes de atender y guiarse por el principio de realidad. Pero los errores teóricos tienen casi siempre también su explicación por razones concretas, que hacen a la reproducción del aparato ideológico del Estado y su asignación de recursos. Detrás de la apelación a los “principios de la Ilustración” muchas veces se esconden intereses bien concretos. Basta pensar en los cuantiosos fondos que destinan fundaciones como Open Society a medios de comunicación y think tanks para darse cuenta de que esto va más allá de la apreciación que uno pueda tener de la obra de Kant o Rousseau. ¿A quién beneficia impedir que los pueblos orienten sus políticas estratégica y racionalmente, sopesando las amenazas y presiones que sus poblaciones y Estados enfrentan? Solo al gran capital financiero transnacionalizado y sus “mil familias”, no precisamente argentinas, y a sus empleados: políticos, empresarios y comunicadores.
Aquí, como filósofos, nos vemos obligados a señalar, sin embargo, el peligro ínsito en la repetición acrítica de la creencia decimonónica en el progreso indefinido del género humano hacia la paz perpetua en un orden cosmopolita (Kant). Estos planteos suponen que cada uno de nosotros es primero miembro de la humanidad, por estar dotado de una racionalidad concebida en forma universal, y sólo en forma derivada y contingente de una comunidad, tradición o pueblo. Por el contrario, el ser y la libertad del hombre alumbran en la trama de sus condicionamientos históricos y naturales, como la potencia de llevar lo posible a su mejor realización. Afirmar lo contrario implica caer presa del nihilismo en toda su inhospitalidad, destino que Heidegger caracterizó como “desterramiento” o “apatridad” del ser del hombre.
Es sobre este nihilismo humanista que Zizek nos dice que no hay otra alternativa a su “comunismo”; con lo que no refiere a algo distinto de Kissinger, de Harari y de Han, aunque cada uno le ponga distinto nombre. Se trata de insistir en la dirección del mundo en que vivimos bajo la amenaza de que por fuera solo está “la barbarie”. Dicotomía lamentable que también se ha replicado en nuestro país. ¡Si sabremos los argentinos qué se esconde detrás de toda imputación de barbarie!
Damos gracias por tener una cultura, un apego a la tierra y unas tradiciones políticas y religiosas ajenas a los principios iluministas de una civilización que naufraga y que, atada al mástil de su navío, nos invita, delirante, a que nos hundamos con ella. Pero nos sobran ganas de vivir y hambre de sentido y razón para metabolizarlo todo, incluida la Ilustración; la que lejos de agotarse en el humanitarismo abstracto de Kant y algún desliz teórico de Marx (su “Gattungswesen”), tiene una historia y una corriente alternativa más que profunda, de cuño historicista y comunitario. La misma en la que se inscribe Juan Domingo Perón en La comunidad organizada. Los nombres de Vico, Herder, Fichte, Schelling, Hegel y Nietzsche, e incluso los de Foucault y Freud, aún aguardan buenos lectores dispuestos a ser intempestivos, a pensar contra la soberbia del tiempo en que viven.
Notas
[1] Este apartado fue redactado a partir de ideas intercambiadas con Francisco Mazzucco, quien se encuentra trabajando la cuestión de la frontera desde una perspectiva filosófico-política.
[2] Xi Jinping, el presidente chino, pasó gran parte de su adolescencia y juventud viviendo en una cueva, sin ninguna comodidad o lujo. El detalle es que estudiaba un diccionario de filosofía, memorizando sus entradas como ejercicio, a lo que sumaba la lectura de otros grandes clásicos de la literatura universal. Cf. el breve informe documental de la emisora CGTN “Xi Jinping, Scholar in a cave” (https://www.youtube.com/watch?v=kGDm_mWtXmU)
[3] Cabe, sin embargo, subrayar la dificultad teórica que enfrentan ciertos sectores del progresismo (en los que no cabe incluir a Alemán) a la hora de concebir los roles propios de las fuerzas de seguridad y defensa. La alarma que representa para ellos la existencia de unos pocos casos de abuso o exceso en el uso de la fuerza, con sus protagonistas prontamente pasados a disponibilidad, parece desproporcionada. Asimismo, los intentos de recapturar simbólicamente a las fuerzas de seguridad y defensa bajo el paradigma del “cuidado”, también resultan sintomáticos. Pareciera que no es posible admitir para estos sectores que la existencia del conflicto y la violencia es inherente a la condición humana, y que es tarea del Estado administrarla, haciendo uso no solo de medidas preventivas orientadas a la protección social y al cuidado, sino también de medidas coercitivas tendientes a neutralizar por la fuerza las amenazas al trabajo, la propiedad, la libertad y la vida de terceros. Dentro de este paradigma securitario bien podría caber todo lo tendiente a eliminar los abusos patronales contra los trabajadores, así como los chantajes de cualquier grupo de presión contra el poder y la autoridad del Estado. Y a no olvidarse del rol de la defensa y la estrategia nacional, que nos obliga a pensar nuestra situación en el mundo, geográficamente hablando, y a identificar amenazas e hipótesis de conflicto para orientarnos en un mundo que dista mucho de regirse por los principios ilustrados caros a nuestra formación humanística.
[4] Compárese la propuesta de Zizek al respecto con la del ex-primer ministro británico y representante de las élites financieras globales, Gordon Brown: casi no difieren en una coma. “End the dog-eat-dog mentality to tackle the crisis”, aparecido en Financial Times, 25 de marzo de 2020. (https://www.voltairenet.org/article206855.html)
Bibliografía viral
- Jorge Alemán
La Guerra - Andrés Berazategui
De pandemias y otros demonios. Reflexiones sobre la noción de comunidad. - Byung-Chul Han
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