Por Alberto Buela*
Puede observarse que son relativamente pocos los pensadores que han tratado específicamente el tema de la mentira. La explicación se encuentra en que los filósofos se han ocupado abiertamente de su contrario: la verdad. No obstante hallamos algunos autores significativos que estudiaron la mentira: San Agustín en dos pequeños libros: De mendacio (395 d.C.) y Contra mendacium (420 d.C.); Friedrich Nietzsche en Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral, de 1873; y Alexandre Koyré en Reflexiones sobre la mentira. Además, entre San Agustín y Nietzsche median catorce siglos en donde el tema está cubierto por las grandes Summas teológicas que también le dan un cierto tratamiento, colateral al tema de la verdad.
La primera aproximación filosófica a cualquier tema es la etimológica. “Mentira” viene del latín mendacium, que deriva del verbo mentior/ri (=“mentir”), y que a su vez tiene origen en el indoeuropeo “men” (=“mente”). El concepto de mentira, entonces, está vinculado, antes que nada, con el de mente, según podemos ver en este primer acercamiento filológico. De aquí podemos intentar una primera definición diciendo que mentir consiste en decir algo contrario a lo que se piensa o en urdir un engaño con la mente. Y acá aparece el primer problema y es que la categoría de engaño tiene mayor extensión que la de mentira, pues implica el disimulo, la pose, la falsedad, la insinceridad, el fingimiento, el ocultamiento, la hipocresía, el fariseísmo, la simulación, el engatusar, el fraude, la superchería, la falacia, el doblez. La intención deliberada de afirmar o negar algo contrario a lo que verdaderamente se piensa implica algo que no es verdad, que no es real. Es una invención de la mente que, por lo tanto, no tiene una existencia real. Los viejos filósofos escoláticos dirían que es un “ser de razón”, aquello que está en nuestra mente y se contrapone a lo existente, como un círculo cuadrado o la nada absoluta. La mentira es pensada por la mente como “ser”, pero no tiene en sí ninguna entidad real, sino que su ser solo está en ser pensada. Es decir, tiene ser objetivo solo en el entendimiento (=quod habet esse objectivum tantum in intellectus).
Desde el hombre mentiroso, a su vez, encontramos dos formas básicas de mentir: a) cuando expresamente se enuncia una mentira con intención de engañar y b) cuando se oculta información. En el ocultamiento o “el matar callando” para hablar en criollo, se retiene información y se falta a la verdad por omisión. Mientras que en la mentira expresa se da un paso adicional, pues se presenta información falsa como si fuese verdadera.
Ante la mentira en general hay dos posiciones muy claras: la de aquellos que la condenan en todas sus formas, lisa y llanamente (San Agustín, Kant, los filósofos analíticos hoy), y la de los que son tolerantes con alguna de las formas mencionadas (Platón, Maquiavelo, Nietzsche).
Platón es el primero que se ocupa de justificar algún tipo de mentira, aunque previamente la condena. Lo que es interesantísimo señalar es que condena la mentira no sólo porque la odian los dioses y los hombres sino “por producir ignorancia en el alma del engañado”. Es decir, la mentira tiene que ser combatida no tanto por el daño que hace a uno mismo sino por el que provoca a los otros. Inmediatamente después se pregunta cuándo y para quién puede ser útil y no ser odiada la mentira. Y responde, tanto para utilizarla en engañar a los enemigos como para ayudar a los amigos, cuando con una mentira podemos evitarles obrar mal. Esta última es la mentira que se da en la tolerancia, para evitar un mal mayor. En una palabra, en Platón la mentira en sí misma es, de plano, condenada o rechazada, pero es evaluada positiva o negativamente según el efecto que produzca.
Además, la mentira, como el mal, se puede realizar de muchas maneras, mientras que la verdad, como el bien, solo de una. Verbigracia, un asado criollo se puede hacer muy cocido, crudo, sancochado, arrebatado, pero solo bien cuando se hace “a punto”. Y es por ello que los tipos y clasificaciones de las mentiras son casi infinitos. Ya San Agustín les dio una gradación según más o menos graves.
Consideración actual
Hoy la mentira tintinea en todas partes y en todas las actividades, pero si hay alguna que se destaca es la actividad política y la financiera a gran escala. El periodismo, que tendría que ser el locus de la verdad según enseñan todas las escuelas de la profesión, al reflejar solo lo que aparece y no indagar con espíritu crítico la razones de ese aparecer, se ha transformado en el canal natural de la mentira, y los periodistas en “analfabetos locuaces”. Internet no revierte la tendencia, pues cuenta con múltiples agencias de difamación política y moral, como lo fuera Indymedia [y hoy lo es Twitter]. El hombre (varón o mujer) del pueblo ha quedado reducido a sujeto de manipulación mediática. En cuanto a los que leen un poco, los medianamente cultos, no pueden salir de la tenaza de lo políticamente correcto, que por un lado les ofrece una visión y versión uniforme de la realidad y, por otro, los asusta con la falacia de la reductio ad hitlerum si piensan distinto. Y de la presión internacional de esta falacia ni el Papa se salva. Pruebas tenemos al canto todos los días. Terminada con esta propedéutica pasamos al tema que nos ocupa: el de las posverdad.
La posverdad es una novedad filosófica inaugurada, cuándo no, por los ingleses hace unos pocos años con Jayson Harbin en 2015, donde se sostiene que lo que interesa no es la realidad, sino lo que se dice de la realidad. Esta postura ha dado lugar a diferentes “relatos” sobre la realidad, dejando de lado lo que ella nos dice de sí misma. Estos son básicamente los relatos políticos y culturales que pretenden ir más allá de las viejas ideologías, pero que terminan siendo un fraude. Los sostenedores de tan novedosa teoría han dejado de lado la idea de verdad como adaequatio intellectus et rei para reemplazarla por adaequatio rei ad intellectum. Esto es, que la adecuación entre el intelecto y la realidad fue reemplazada por la adecuación de la realidad a lo que sobre ella dice el intelecto, tal como postulaban los idealistas e ilustrados del siglo XVIII. Así, si estamos mal en estas democracias posmodernas donde nadie nos cuida y nos matan como perros por la calle, los sostenedores de la posverdad nos dicen: la inseguridad es solo una sensación.
Sumado a ello, la posverdad no habla de sí misma nunca. Un buen profesor español, Miguel Navarro Crego, cansado de dar explicaciones sobre el tema, afirma: “la posverdad es el último y carnavalesco disfraz de lo que siempre se conoció como embuste, fraude y mentira”.
En mi opinión, la idea de posverdad se remonta también a otra ocurrencia inglesa: los enunciados performativos de Austin en su libro Cómo hacer cosas con palabras (1962). Para él, el lenguaje no solo describe hechos, sino que puede realizar ciertos hechos al expresarlos. Cuando decimos “yo prometo”, como no sabemos si será verdadero o falso, se está realizando una promesa. O cuando el cura dice “yo te bautizo” produce el hecho del bautismo. Esta función del lenguaje que los ingleses llaman performative, nuestro profesores telúricos que siempre imitan, pero como un espejo opaco imitan mal, la han traducido por “performativa” en lugar de hacerlo en buen castellano por “realizativa” lo que hace más entendible dicha teoría.
La consecuencia politilógica más importante en estos últimos años vinculada a la idea de posverdad es la sostenida por un argentino –qué raro, ¿no?–, de origen portugués, Ernesto Laclau, quien en su libro La razón populista (2005), en vistas de que el marxismo perdió el sostén del pueblo, afirma que el pueblo, las mayorías populares, tiene que ser reemplazado por [lit. “articulado por las demandas de”] distintos pueblos o colectivos o diferentes minorías, que son los verdaderos destinatarios de los gobiernos democráticos. Fenómenos estos últimos que son una creación intelectual (en Argentina volvieron a aparecer los indios, en Chile una “república” mapuche, diferentes géneros más allá del masculino y el femenino, etc.). Estas nuevas oposiciones dialécticas, gays vs. heterosexuales; indios vs. blancos; abortistas vs. provida, etc., vienen a reemplazar a [o a “articularse con”] la agotada dialéctica marxista entre burgueses y proletarios. Por supuesto que esto no daña las condiciones actuales de producción, sino que más bien las consolida. El imperialismo internacional del dinero salta en una pata. Al respecto observa Javier Esparza, posiblemente la cabeza más penetrante de la España actual, “otorgando políticamente una identidad única a esa diversidad de antagonismos. Por así decirlo, el discurso político ya no es consecuencia de una realidad social objetiva que con mayor o menor fortuna pretende describir; sino que ahora el discurso es el creador de la realidad. En el caso que nos ocupa, el discurso político crea, constituye, inventa un Pueblo”.
A la difusión de esta teoría de la posverdad contribuyó en mucho la antropología cultural de origen norteamericano, cuando fracasó –los hechos están a la vista– la teoría del melting pot o crisol de razas, al no poder integrar a los negros en un proyecto unitario de nación americana y creó el multiculturalismo. Teoría que nos mandó de rondón a los pueblos hispanoamericanos que, si algo bueno hemos hecho en este mundo, ha sido producir una extraordinaria simbiosis entre indios y españoles, que dio por resultado el criollo americano que, como decía Bolívar, no es ni tan español ni tan indio.
Vemos así cómo la teoría de la posverdad termina justificando en el ámbito político la explotación del hombre por el hombre, en el ámbito cultural negando la integración, y en el ámbito filosófico termina sosteniendo que nada es verdadero ni falso.
El momento del triunfo de la posverdad es cuando se instala en la conciencia del sujeto posmoderno el prejuicio o preconcepto. Aquello que lo que obliga a escuchar y leer, ver y escribir, a recibir solamente lo que coincide con él y a rechazar “lo otro y al otro”. Esto se ve cuando uno selecciona solamente lo que se adecua a uno no aceptando la realidad, verbigracia, las noticias que no nos satisfacen, cambiando de canal. La posverdad entretiene al hombre en falsas disputas, cargándolo de fake news, y haciéndole creer que, como un pequeño dios, puede crear a través de su logos, de su palabra.
Pero en realidad solo Dios puede crear: “en el principio era el Verbo y el Verbo era Dios” (en arjé en ho logos kai ho logos en pros ton Theón). La función del hombre es acompañar la creación. El mundo es un cosmos, algo bello, de ahí todavía resuena en nosotros en el término “cosmética” —arte del embellecimiento. Y si lo acompañamos, o incluso lo trasformamos, sin que se note mucho, nos estamos embelleciendo (Stephan George). Y si nos embellecemos con nuestra acción nos estamos, sin darnos cuenta, haciendo más buenos. Y así, llegaríamos nuevamente al ideal griego de la kalokagatia, la unión de lo bello y lo bueno como perfección.
¿Cuál es entonces el mecanismo en el plano del obrar humano para liberarse de la tremenda opresión de la mentira contemporánea? El perseverar en la unidad de lo que se dice y lo que se hace. En la afirmación siempre de lo que es, de la verdad. Y en la elección y realización de lo que perfecciona, de lo bueno. Sabemos que la vida cotidiana pinta gris sobre gris y no siempre ni en todas las circunstancias se dan disyuntivas de este tipo, pero también sabemos que, para existir genuinamente, hay que recuperar algo tan olvidado como los aspectos trascendentales del ser: unum, verum, bonum, con todo lo que ello implica. Termino acá, pues como ustedes pueden observar, hemos llegado a la entraña de la metafísica y de esto no corresponde hablar aquí y ahora.
*Alberto Buela (1946-), licenciado en filosofía por la Universidad de Buenos Aires, culminó su formación con un doctorado en 1984 por París IV-Sorbonne, bajo la dirección de Pierre Aubenque. Ejerciendo la fenomenología existencial, ha trabajado sobre cuatro temas específicos: el sentido de América, la metapolítica, la teoría del disenso y la ética de las virtudes. Lleva escritos más de treinta libros, unos doscientos artículos académicos y otras tantas conferencias.
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