Por Rodrigo Javier Dias*
Hasta el último rincón del planeta
Desde los orígenes mismos de las sociedades la extracción y el aprovechamiento de los recursos se ha constituido como un factor imprescindible para su crecimiento y su desarrollo. No obstante, y con la evolución de las relaciones entre comunidades a una escala micro, el intercambio y el comercio de bienes ha dado lugar al surgimiento de relaciones que fueron in crescendo hasta abarcar, a principios del siglo XVI, diferentes regiones inconexas y hacia finales del siglo XIX el mundo entero. Este incipiente proceso de globalización surgido a la luz de los viajes de descubrimiento y exploración se fue consolidando y dio lugar a la aparición, en virtud de una serie de condicionantes entre los que destaca la acumulación de oro y plata proveniente de América, de una primera Revolución Industrial en Inglaterra durante el siglo XVIII que cambiaría de una vez y para siempre las lógicas productivas de la tierra.
A partir de la Revolución Industrial, la dinámica de los intercambios comerciales sufrió un giro de 180 grados. El artesanado fue paulatinamente abandonado por el trabajo en las fábricas y la economía de subsistencia fue cambiada por otra en la que se introducían nuevas variables: el empleo de la moneda como un valor nominal de la mercancía, el trabajo asalariado, y la producción a granel fueron solo algunos ejemplos de esta gran transformación.
Ya en el siglo XX, el cambio en esta lógica productiva ya se había consolidado. Con la aparición del taylorismo primero y el fordismo después, el perfeccionamiento de la producción de bienes amplió los horizontes del consumo hasta niveles impensados. El desplazamiento de los valores de uso de las mercancías por los valores de cambio, la puesta en marcha de una maquinaria de obtención de ganancias a escala global comandada primero por grandes monopolios y luego por una multiplicidad de empresas y, fundamentalmente, el desplazamiento del foco de atención de la necesidad del bien hacia la necesidad del consumo marcó el derrotero de las sociedades durante los primeros dos tercios del siglo referido. No obstante, todavía faltaba dar un paso más en esta transformación: a partir de los años 70´s, en un contexto de agotamiento tanto del modelo de bienestar como del fordismo, el surgimiento del neoliberalismo como modelo económico e ideología política impulsaría una nueva oleada globalizatoria que en la teoría prometía más beneficios para la humanidad.
Transcurridas varias décadas, el capitalismo neoliberal globalizado ha alcanzado hasta el último rincón del planeta. Como afirma Octavio Ianni,
“En la base de la ruptura que conmueve a la geografía y la historia a fines del siglo XX está la globalización del capitalismo. En pocas décadas quedó claro que se ha convertido en un modo de producción global. Está presente en todas las naciones y nacionalidades, más allá de sus regímenes políticos y de sus tradiciones culturales y civilizatorias. En poco tiempo y de repente, las fuerzas productivas y las relaciones de producción organizadas en moldes capitalistas se generalizaron por todo el mundo” (1999: 94).
Esto no es una particularidad que no pudiera identificarse en alguna etapa previa, claro está. Pero lo que si puede destacarse de este último período es que todo aquello que prometían la teoría se ha vuelto en un objeto de discusión central. Es necesario desprender dos variables de análisis aquí: por un lado, la que respecta a las sociedades, al factor humano. La globalización del capitalismo neoliberal ha profundizado las dinámicas de la subjetivación liberal. El individualismo negativo, la competencia, la ruptura de la cohesión social son hoy impactos visibles de este proceso que, tras apuntar a la desarticulación del aparato estatal y sindical con todos sus derechos y prestaciones, han dejado a los individuos a la deriva en una situación de “sálvese quien pueda” en donde el Estado ya no es asistencialista.
Por el otro lado, esta globalización neoliberal no sólo ha llegado a todo el planeta: ha transformado las lógicas productivas. La revolución tecnológica que impulsó y acompañó a este proceso se convirtió en pilar indispensable de esta nueva forma de producir: con la aparición del Toyotismo y el “just in time”, la continua inserción e innovación tecnológica le otorgó a la producción de bienes un crecimiento exponencial cuyo target es objetivado en función de unas necesidades que ya no son ni de subsistencia ni de consumo: simplemente en la actualidad el mercado mismo marca la tendencia sobre lo que “hace falta” consumir. Un ejemplo basta para esto: a mediados del siglo XX, una heladera se fabricaba de forma tal que aún hoy, entre cincuenta y setenta años después, continúa funcionando con normalidad. En la actualidad, los productos no sólo son fabricados bajo la lógica de la obsolescencia programada sino que además son continuamente modificados y seriados año tras año, impulsando así al sujeto a consumir compulsivamente el producto para estar “dentro de las tendencias”, “tendencias” que son construidas por un entramado de multinacionales y medios de comunicación con el objetivo de mantener al sujeto en una vorágine de consumo sin fin.
Y de aquí precisamente, es el punto de partida del trabajo. Esta vorágine de consumo, esta creciente oferta de productos a consumir tiene un inicio: la extracción de recursos. Moderada hasta la primera Revolución Industrial, la explotación del medio natural se ha acelerado con los siglos hasta llegar a una situación actual en la cual los principales recursos del planeta han dado señales de agotamiento. Sin obrar esto como una advertencia o un límite para las grandes multinacionales, concentradoras de la mayor parte de la riqueza económica del planeta, el aprovechamiento del desarrollo tecnológico orientado a la extracción de recursos también ha alcanzado límites insospechados un siglo atrás, de la mano de la especulación financiera. Las modificaciones genéticas en cultivos y animales, la fractura hidráulica y la megaminería son solo tres actividades en las cuales puede apreciarse un desfasaje entre las necesidades reales de la población y las necesidades de acumulación y especulación.
Este avance desenfrenado sobre la naturaleza no ha sido neutro. A este horizonte de agotamiento próximo que convirtió a los recursos naturales en bienes estratégicos, bienes que se incluyen en las agendas geopolíticas como objetivos a cumplir, se le suman toda una serie de impactos ambientales que ponen en riesgo la misma supervivencia de la especie humana, entre los cuales el calentamiento global y consecuente cambio climático es el principal y más preocupante. O al menos eso parece.
Cuando la crisis ambiental es una oportunidad de negocios
Existen pocos espacios geográficos sobre el planeta que aún hoy están exentos de esta búsqueda desenfrenada por la obtención de bienes estratégicos. Por cuestiones de costos y dificultades, la explotación de los suelos oceánicos más allá de las plataformas continentales es un objetivo que escapa a las posibilidades de las grandes potencias. No obstante, la importancia de la Zona Económica Exclusiva [1] de aquellos países que poseen salida al mar se ha convertido paulatinamente en un tema de enorme interés. Como refiere Macchiavelo Poblete (2018), “en la actual competición global, las potencias emergentes están reforzando su poder naval al tiempo que desarrollan estrategias de proyección desde el mar” (p.5). Rusia, China, Gran Bretaña, los países escandinavos, Australia y Nueva Zelanda son solo algunos ejemplos de esto.
Pero, ¿cómo vincular océanos, calentamiento global, recursos estratégicos y disputas geopolíticas? La respuesta es sencilla: en la medida en que la temperatura del planeta aumenta, los hielos retroceden en extensión y dejan al descubierto nuevas áreas para su prospección y eventual explotación. Frente a estos “nuevos” territorios, las tensiones entre los distintos actores comienzan a hacerse manifiestas y allí es donde reverdece la agenda geopolítica. ¿Cuál sería el oceáno? Ni más ni menos que el Ártico.
Habiendo sido objeto de numerosas expediciones durante los siglos XVIII y XIX, el océano Ártico se presentó siempre como un territorio inexpugnable cuya máxima dificultad estaba representada por los campos de hielo permanentes en las zonas polares y por la expansión de los mismos en los meses más fríos. La búsqueda continua de una ruta marítima, un “paso del oeste” que permitiera acortar distancias en épocas donde las alternativas eran escasas [2] se convirtió en el principal objetivo de la Marina de distintos países. Ahora bien, en un contexto en donde los recursos estratégicos menguan, la importancia geoestratégica del Océano Ártico crece con mayor celeridad que el deshielo en la zona (Palacián de Inza y Sánchez, 2013). Pero, ¿a qué se debe esa importancia?
El círculo polar Ártico es un mar helado rodeado de masas continentales. Ocupa una superficie de más de 21 millones de kilómetros cuadrados (el 6% de la superficie del planeta). Posee una gran riqueza pesquera y, lo que es más importante, el 5,3% y 21,7% de las reservas mundiales comprobadas en petróleo y gas, respectivamente. Son cifras nada despreciables, contemplando además que en la actualidad el 10,5% del petróleo y el 25,5% del gas mundial se producen allí (Heske, 2015). Otro dato importante a considerar es que prácticamente la totalidad de los yacimientos gasíferos se encuentran en territorio ruso.
Frente a esta situación coyuntural se puede afirmar que esta emergencia climática que representa el deshielo del Ártico, está abriendo las puertas a una fuente enorme de recursos estratégicos (Heske, 2015). Y de allí su vital importancia geopolítica y geoestratégica. Pero estas tensiones no son algo nuevo o inesperado.
A fin de prevenir problemáticas futuras, en 1996 se creo el Consejo Ártico, un foro para afrontar en común algunos de los problemas y preocupaciones de este recorte espacial (Palacián de Inza y Sánchez, 2013). La actividad de este Consejo Intergubernamental, establecido a través de la Declaración de Ottawa el 19 de Septiembre del mismo año, se circunscribe a cuestiones específicas: científicas, medioambientales, las denominadas de desarrollo sostenible y -eventualmente- la coordinación de las actuaciones en casos de emergencias (Palacián de Inza y Sánchez, 2013). Como refiere Heske (2015), este consejo
promueve la cooperación entre los ocho Estados árticos y los pueblos indígenas del Ártico en los ámbitos de desarrollo sostenible y protección medioambiental. El Consejo Ártico es considerado como un instrumento soft law, ya que en principio no tiene autoridad legal para obligar a sus miembros, (HES 14)
Una diferencia fundamental con lo que ocurre con la Antártida. Si bien esta región no es un océano sino una masa de tierra emergida cubierta por hielo, los instrumentos dispuestos sobre la Antártida desde 1961 pusieron en stand by cualquier tipo de reclamo, avance y explotación sobre su territorio. En el Ártico la situación es más compleja. En la medida en que el hielo retrocede, la atención global se centra sobre las consecuencias ambientales -en primer término-, políticas y económicas que este cambio en la geografía de este territorio podría conllevar (Heske, 2015). Y esto da lugar a un dilema que trae a discusión el título de este capítulo: es claro que la humanidad se encuentra a las puertas de una crisis ambiental irreversible. Pero es también claro que la dinámica del capitalismo se ve frente a la posibilidad de un no tan lejano agotamiento de los recursos hidrocarburíferos, base y sostén de toda producción y actividad económica sobre el planeta; y una alternativa para prolongarla se encuentra en las aguas del Ártico, cada vez más accesibles.
De allí la problemática: o promover la conservación ambiental o continuar con el modelo explotacionista actual. Como refiere Heske,
“Inevitablemente surge la pregunta sobre el ‘qué’ de las decisiones que necesitan ser tomadas, pero también sobre el ‘cómo’ de la gestión internacional en la región ártica. Aunque los recursos árticos que se vuelven cada vez más accesibles prometen prosperidad económica, la necesidad de un marco legal apropiado para garantizar la protección del medio ambiente y los pueblos árticos, así como la seguridad de la navegación, se hace también cada vez más incuestionable. El Ártico no es una ‘tierra incógnita’ sin reglas ni normas a diferencia de lo que a veces sugieren los medios de comunicación convencionales, pero tampoco existe actualmente para este espacio geográfico un acuerdo similar al Tratado Antártico” (2015, p. 11).
Mientras se resuelve en los escenarios intergubernamentales las políticas y medidas a tomar frente al cambio climático, el Ártico continúa estableciéndose como el escenario principal de una lucha entre las principales potencias del globo. Revitalizando la centenaria teoría de Halford Mackinder [3], el Ártico en la actualidad se ha convertido en el teatro de una lucha indisimulada entre las grandes potencias. Un nuevo pivote geopolítico, fundamental conforme a su situación geográfica y la posesión comprobada de recursos estratégicos, sobre el cual los principales actores políticos parecen no comprender la situación crítica ni mucho menos promover alternativas viables a la explotación indiscriminada. China, pese a no tener injerencia directa sobre la región, Rusia y Estados Unidos comienzan a replantearse sus estrategias en paralelo a las agendas globales ambientales. La pregunta, como indica Marshall, es ¿cuál será el destino inmediato del Ártico?
el deshielo cambia la geografía y los intereses. Los estados árticos y las grandes compañías energéticas deben tomar ahora una serie de decisiones sobre cómo quieren gestionar estos cambios y hasta dónde van a respetar el medio ambiente y a los habitantes del Ártico (2017, pp. 324-325)
La disputa por el Ártico
Veamos entonces el escenario de esta disputa. La imagen 1 nos muestra la superficie del océano ártico, la extensión mínima aproximada de la capa de hielo, los límites internacionales y el trazado de las 200 millas marítimas. Es una gran porción del planeta sobre la cual el calentamiento global ha abierto las puertas a una potencial explotación de los recursos que –comprobados por múltiples estudios geológicos- subyacen bajo el lecho marino.
Tal como se aprecia en la ilustración, los actores principales en esta región serían pocos: Estados Unidos, Rusia, Canadá, Noruega y Dinamarca. Ellos son parte principal del Consejo Ártico, organismo que como antes se refirió, es el encargado de promover la seguridad y garantizar la conservación de este océano. Y la teoría nos dice que, tal como se expuso anteriormente, los actuantes serían pocos estados. Pero en virtud del contexto imperante y de la posición geoestratégica que esta región posee, son muchos los que diplomáticamente gestionan su derecho. Sin embargo, pensar en disputas por la soberanía de este océano como algo novedoso sería recaer en un reduccionismo ingenuo.
Los reclamos por el dominio de los espacios marítimos han acompañado y han sido parte inseparable de la agenda geopolítica de los países de Occidente. A partir del auge de los viajes exploratorios, a finales del siglo XV, España, Portugal, Países Bajos, Francia y Reino Unido, en diferentes momentos de la historia, ostentaron la supremacía indiscutible de los mares (Macchiavelo Poblete, 2018). Tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial esa hegemonía pasó a manos de Estados Unidos que a través de la OTAN [4] fue expandiendo paulatinamente su dominio sobre los océanos.
No obstante, ya transcurridas casi tres décadas de la disolución de la Unión Soviética y frente a un contexto en el cual Estados Unidos parece estar debilitado por sus continuos problemas económicos, esa hegemonía comienza a ser disputada.
En lo que al Ártico respecta, Estados Unidos, Rusia, Dinamarca, Noruega, Canadá, Islandia, Suecia y Finlandia como miembros permanentes del Consejo Ártico dirimen sus posturas sobre la base de reivindicaciones territoriales cuyos argumentos encuadran cuestiones jurídicas e históricas (Cesarín y Papini, 2015). Desde los años 20, momento en el cual Noruega ocupó el archipiélago Svalbard, se abrieron las negociaciones vinculadas a la soberanía de los territorios al norte del círculo polar.
Amparado por el precedente noruego, la Unión Soviética y Canadá argumentaron que sus costas también deberían extenderse hacia el norte. Canadá pronunció en 1925 su soberanía sobre tierras e islas hasta el Polo Norte, Estados Unidos hizo lo mismo sobre un sector al norte de Alaska y luego la URSS, alegando que todo el Océano Ártico en realidad son “aguas interiores” de sus costas. Dinamarca, a través de Groenlandia, también efectuó el mismo reclamo (Martínez Lainez, 2014).
Con estas reclamaciones no solamente se está abordando una cuestión tan importante como la soberanía. Al mismo tiempo, el paulatino deshielo del Polo Norte comienza a hacer más viables varias rutas marítimas que despiertan el interés no solamente de los Estados Árticos, sino además de otros estados que ven en este hecho una ventaja geoestratégica. Tal como refiere Heske,
“ Las tres rutas de navegación transárticas, el ‘Paso del Noroeste’, que circunnavega Alaska, Canadá y Groenlandia, la ‘Ruta del Mar del Norte’, que une los océanos Atlántico y Pacífico a lo largo de las costas de Rusia, y la‘Ruta Transpolar’, que atraviesa el Ártico por su zona más meridional, poseen un enorme potencial para acortar el tiempo empleado en la navegación para el transporte marítimo de mercancías desde el Pacífico a las costas del Atlántico europeo y norteamericano y viceversa” (2015, p. 4-5).
Imagen 1: El Océano Ártico. Extraído de http://news.bbc.co.uk/hi/spanish/international/newsid_6942000/6942776.stm
Más allá de estas reclamaciones, la disputa tiene varios actores muy interesados por el devenir de esta dinámica geopolítica contemporánea. El primer actor a destacar es China.
Con un continuo crecimiento económico y una expansión geográfica indisimulable de sus intereses globales, China se ve interesado por el Océano Ártico desde varios aspectos. El primero de ellos es la importancia geoestratégica de la región: pensando en el comercio global, la accesibilidad de las rutas transantárticas traería consigo una reducción de los tiempos y los costes del transporte.
Derivado de lo anterior, el interés del gigante asiático se vincula con el creciente predominio marítimo que China ha comenzado a ejercer en sus espacios marítimos, fuertemente impregnado de tendencias expansionistas que no descartan incluir dentro de su injerencia al Océano Ártico, presencia militar mediante. Por eso es que el caso chino puede enfocarse desde una trilógica geopolítica-económica-tecnomilitar (Cesarín y Papini, 2015).
Los objetivos chinos ponen de manifiesto la necesidad de acceder y garantizarse la provisión de recursos naturales estratégicos –principalmente hidrocarburos- a la vez que se colocan como partícipes para el control del futuro corredor oceánico que dinamice las relaciones sino-europeas. Esta reconversión del océano ártico en una región de alto tránsito implicará fuertes inversiones en la mejora de la infraestructura portuaria existente (Cesarín y Papini, 2015), así como también la planificación y el desarrollo de nuevas infraestructuras, hecho el cual –dada la situación actual china- no representaría un obstáculo.
China, como indica Pensado Moreno,
“ha destinado grandes cantidades de recursos a la investigación polar y, aunque hasta ahora ha mantenido un perfil bajo y de poca confrontación, ha sido un firme opositor a la idea de que sólo los Estados árticos puedan decidir sobre cuestiones árticas, ya que muchos Estados no árticos, entre ellos, China, se verán afectados por los cambios medioambientales del Ártico; de hecho, China caracteriza a su país como un near Arctic State. Pero el objetivo principal de la política ártica china es no quedar fuera de la gobernanza del Polo Norte” (2019, p. 91).
Siendo el gran actor del siglo XXI, China no quiere quedar afuera de un eventual reparto de las riquezas del ártico. Su idea del Near Arctic State, incluso, puede abrir la puerta a futuros reclamos de gobernanza por parte de otros estados interesados en la cuestión pero geográficamente y tradicionalmente ajenos.
El segundo gran actor en esta dinámica es Rusia. Geoestratégicamente es el estado que más reclamaciones y acciones ha desarrollado en pos de adjudicarse la soberanía del ártico. Más allá del pronunciamiento de las aguas interiores antes referido,
“el Ártico posibilita a China y Rusia proyectar su poder e intereses marítimos (de superficie y lecho submarino), económicos (acceso a biodiversidad) e incluso militares considerando la navegabilidad zonal por parte de buques de superficie e incluso submarinos (nucleares y/o convencionales) empleados como medios para la defensa y en operaciones de vigilancia y control aéreo sobre convoyes” (Cesarín y Papini, 2015, p.6).
No se puede omitir que la presencia rusa en el ártico lo sitúa como uno de los principales productores y exportadores de gas y petróleo del mundo, hecho que en la actualidad convierte a gran parte del bloque euroasiático en dependiente de sus recursos. Para Rusia, expandir su presencia ártica le permitiría –estratégicamente hablando- consolidar su posición económica global y le garantizaría el control de una provisión continua de hidrocarburos por las próximas décadas, convirtiéndose en uno de los principales jugadores en el tablero de poder (Cesarín y Papini, 2015)
A partir del año 2008 Rusia comenzó a planificar el futuro de su política ártica. Bajo la presidencia de Medvedev, estableció los “Fundamentos de la Política de la Federación Rusa en el Ártico al 2020”, una perspectiva a futuro que propuso una hoja de ruta estratégica para sus próximos doce años (Pensado Moreno, 2019). Cinco años más tarde, bajo la presidencia de Putin se aprobó la “Putin aprobó la Estrategia de Desarrollo del Ártico Ruso y Provisión de Seguridad Nacional al 2020” (en adelante, Estrategia 2013), actualizando el documento a objetivos más realistas, convcentrándose en el Ártico ruso. No obstante, esta actualización no descarta la intención de Moscú de presentar la petición de extensión de plataforma continental rusa sobre el ártico (tal como efectuó Argentina) que le aseguraría gran parte del lecho marino (Pensado Moreno, 2019), lo cual, más allá de la diplomacia de los documentos que se elaboren, no deja de evidenciar los crecientes intereses expansionistas del estado ruso en la región.
Finalmente el tercer actor, Estados Unidos, es quien está cediendo protagonismo en sus negociaciones árticas. Probablemente siendo el resultado de sostener pivotes geopolíticos en diversas partes del mundo a través de intervenciones e inversiones, la agenda norteamericana para el Océano Ártico se limitó únicamente a la presentación de la New U.S Arctic Strategy en 2013 durante la presidencia de Obama, estrategia que promovía la libertad de navegación, la explotación de recursos en aguas norteamericanas y el refuerzo de la presencia militar en sus costas ante eventuales incursiones hostiles (Cesarín y Papini, 2015). No obstante, ante el crecimiento de los intereses chinos y rusos en la región no debería descartarse un replanteo de las estrategias norteamericanas.
En definitiva, al pensar en la geopolítica de las disputas del Ártico podemos establecer tres grupos de estados, cada uno de ellos –y retomando las lógicas de las teorías imperialistas de finales del siglo XIX y principios del XX- representando anillos concéntricos pluriestatales con distintos grados de influencia e interés en la región:
Un primer anillo, en el cual se encuentran los cinco estados litorales (Rusia, Canadá, EEUU, Dinamarca y Noruega). Allí las disputas se circunscriben al control y al ejercicio de la soberanía en el área.
Un segundo anillo de países no limítrofes y organizaciones no gubernamentales que muestran interés en la cogestión del territorio (con el criterio de Near Arctic State presentado por China), actores que no quieren quedarse fuera de los acuerdos y foros en los que se dirima el futuro del océano. En este segundo anillo se encuentran Finlandia, Islandia, Suecia (miembros permanentes del Consejo Ártico), China, Japón, Corea del Sur, India, Singapur y la Unión Europea como bloque;
Y por último, el tercer anillo, lo que sería el anillo exterior, dentro del cual se encuentran el resto de los países que si bien no tienen el potencial de reclamar soberanía, injerencia o presionar desde el aspecto económico o tecnomilitar; si ven con gran preocupación el posible impacto económico y medioambiental que la explotación del Océano Ártico implicaría (Pensado Moreno, 2019).
Como puede apreciarse, nadie quiere quedar al margen del devenir de la región ártica. Más allá de los diversos intereses puestos en juego, la importancia de este espacio geográfico se convierte en un punto crucial para el futuro inmediato de los Estados y el conjunto de la sociedad.
Conclusiones preliminares: ¿a las puertas de una nueva guerra?
El panorama global no da buenas expectativas para el futuro inmediato. Un capitalismo neoliberal que comienza a dar cada vez más señales de que está socavando su propia base de reproducción y unas sociedades que en diferentes partes del mundo comienzan a manifestarse en contra de un sistema que genera crecientes desigualdades, al punto tal de evidenciar -a principios del año pasado- que el 1% de la población mundial acapara el 82% de la riqueza total [5]; un planeta que comienza a mostrar los primeros impactos del calentamiento global y un conjunto de países que pese a todas estas inequívocas señales las desestima y continúa con sus disputas por la apropiación indisimulada y explotación indiscriminada de recursos naturales estratégicos son apenas una muestra de la compleja situación coyuntural contemporánea.
Pensar en el Ártico no es algo ingenuo. Veamos sólo algunas cifras comprobadas:
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90 mil millones de barriles de petróleo (sin contar yacimientos no convencionales)
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44 mil millones de barriles de gas natural líquido y
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1670 billones de barriles de gas natural.
¿Cómo impedir un recrudecimiento en las disputas internacionales con semejantes cifras esperando su explotación?
La particularidad del fondo oceánico del Ártico ofrece aún más desafíos: gran parte de este océano posee una profundidad de 500 metros, una distancia “accesible” para las perforaciones, pero que dificulta el trazado de los límites internacionales, es otro punto importante a considerar. Casi todo el fondo marino es plataforma continental y, por ende, es objeto de reclamos de soberanía de los distintos estados que lo circundan (Marshall, 2017). A ello se le suma que la geometría variable de los hielos que aún pueblan el océano del norte complejiza aún más la elaboración precisa de un mapa (Arrieta Ruiz, 2018). Son distintos aspectos que convergen y consolidan un enorme desafío para la geopolítica y para la diplomacia del Consejo Ártico.
¿Cuáles son las alternativas que pueden barajarse frente a este contexto?
Lo primero a considerar es la vigencia del paradigma realista dentro de las Relaciones Internacionales, de la política internacional: toda disputa, todo análisis se resume en la confrontación interestatal, causa y consecuencia de los intereses de estos Estados en la orquesta global. Al analizar la geopolítica del ártico parece no existir otra variable de abordaje que no sea la de los Estados. Poblaciones, identidades, reivindicaciones de las minorías quedan de lado frente a un Estado monolítico que parece resumir y abstraer todo componente a un único organismo (idea que retrotrae a las teorías geográficas de Friedrich Ratzel) [6] que actúa de acuerdo a sus necesidades. Tal como refiere Macchiavelo Poblete,
A pesar de las diversas teorías en Relaciones Internacionales, posterior al año 2001 se ha visto una consolidación en el retorno al realismo y con ello a la importancia de la geopolítica como una demostración de poder y capacidad del estado de doblegar la voluntad de otros bajo sus propios intereses nacionales. (2018, p.4)
Lo segundo a tener en cuenta, y que cada vez se cristaliza más en el escenario global: la posibilidad de una nueva guerra fría. Desde el surgimiento de la Primavera Árabe en 2010 hasta su continuidad en el conflicto sirio, más las disputas verbales sobre posibles intervenciones en Venezuela, Ucrania y Oriente medio, las tensiones entre dos grandes actores ya conocidos en la historia reciente como son Estados Unidos y Rusia no hacen más que aumentar. El poderío de la ex-Unión Soviética no hace más que aumentar, las demostraciones de posesión de recursos estratégicos y las disputas “mediáticas” de otras tantas zonas en litigio, su participación desde las sombras en numerosos conflictos internacionales no hacen más que demostrar que las rivalidades entre estos Estados vuelven a ocupar sus agendas. Pero dado el contexto actual, ¿podríamos limitarnos a Rusia y Estados Unidos?
La tercera alternativa es la consolidación de un mundo tripolar, siendo China el tercer actor en litigio. Acompañado por décadas de crecimiento económico y una expansión global sin precedentes, China ha comenzado en los últimos años a desarrollar su potencial tecnológico, ayudado por una provisión ilimitada de mano de obra barata, fuentes inagotables de materias primas y un caudal enorme de capital disponible que les permite emprender proyectos globales de desarrollo selectivo en el oeste asiático y europeo, latinoamérica y África con cuantiosas inversiones, emprendimientos que les resultan redituables a largo plazo. Como ejemplo, el proyecto OBOR (One Belt, One Road) pretende reconstruir la antigua “ruta de la seda” china y expandirla con una serie de políticas “paternalistas” de apoyo, a cambio del acceso ilimitado a los recursos estratégicos. Aquí un solo ejemplo sirve como evidencia: la secesión de Sudán del Sur, que proclamó su independencia en 2011, respondió a los intereses de los lobbistas chinos que buscaban obtener -a cambio de la construcción de una red vial- negociaciones exclusivas con el flamante estado que le aseguraran el acceso a los hidrocarburos.
De igual forma, su desarrollo militar y su solitaria carrera espacial han demostrado que el país asiático se ha convertido en un serio contendiente que no puede ser dejado de lado. Es más probable una trialéctica global antes que una reedición de la guerra fría. Esto da lugar a una cuarta variable, representada por los ya tradicionales y poco aceptados repartos territoriales.
La idea del reparto de las tierras del Ártico es un territorio inexplorado. Más allá de la existencia de un foro, de normativas, de un Consejo encargado de la toma de decisiones y de promover la salvaguarda de la región, las tensiones geopolíticas existentes entre estos tres principales actores remiten a aquel nefasto episodio de la historia denominado “El gran juego”, en el cual Reino Unido, Rusia y otros estados pujaron por la obtención de India, Afganistán y Oriente Medio (Marshall, 2017), “juego” que solo sería resuelto después de la Primera Guerra Mundial con penosas consecuencias para el desarrollo de las regiones afectadas. También remiten a la Conferencia de Berlín, aquella que entre 1884 y 1885 se concretó únicamente con la finalidad de evitar disputas entre los países europeos y que resultó en una división del continente africano a gusto y placer de Inglaterra y Francia y a disgusto de otros tantos. ¿Por qué no pensar en un reparto -a menor escala- de la región del ártico? Los reclamos de soberanía no han hecho más que recrudecer y frente a las políticas soft-law de la ONU y del Consejo Ártico, ¿cómo podría impedirse una reunión entre las principales potencias que, a cambio de “paz y prosperidad”, derive en una negociada repartición de los fondos oceánicos del polo norte? Como refiere Heske (2015),
“cuanto mayor sea el interés de los Estados litorales del Ártico de asegurarse la región como su esfera exclusiva de influencia, menos probable será que se establezca un modo de gobernanza inclusivo en el que las decisiones serán tomadas por un mayor número de actores” (p. 2).
La última alternativa, el peor escenario, es el conflicto bélico. No aparece como firme posibilidad en el horizonte diplomático, pero tampoco puede descartarse. Los vaivenes de los distintos actores, pactos, asociaciones y demostraciones públicas de poder militar están a la orden del día. A sabiendas del poderío de varios países del globo, pocos están dispuestos a entrar en un conflicto en el cual los resultados no pueden garantizar más que un panorama peor que el actual. Pero el reloj sigue corriendo, los recursos se agotan y la maquinaria capitalista necesita su combustible. A menos que en el corto plazo impere un cambio de paradigma inédito que vuelque al mundo hacia las energías renovables y el desarrollo sostenible, cuando se angosten los pasillos de las negociaciones diplomáticas y los caminos alternativos se vayan cerrando, los roces serán inevitables. Y como ha pasado en numerosas oportunidades en la historia reciente del planeta, solo basta una pequeña y adecuada chispa para desatar el incendio.
Tal como reza un proverbio inuit, “No se distingue a los amigos de los enemigos hasta que el hielo se quiebra”. Y en el Ártico, el proceso ha comenzado.
*Rodrigo Javier Dias es Licenciado en Enseñanza de las Ciencias Sociales con orientación en Didáctica de la Geografía por la Universidad Nacional de San Martín. Profesor de Geografía por el Instituto Superior del Profesorado “Dr. Joaquín V. González”, con especializaciones en Geografía de África y Oceanía, Geografía de Asia y Geografía de la República Argentina – Procesos Sociales y Económicos. Actualmente se encuentra en proceso de elaboración de su tesis final de la Maestría en Sociología Política Internacional por la Universidad Nacional de Tres de Febrero.
Notas
1. La ZEE es la porción de mar comprendida entre las 12 y las 200 millas marítimas, área sobre la cual un país tiene soberanía absoluta en lo que respecta a la explotación económica. Vale aclarar que -en el caso argentino- dicha extensión llega hasta las 350 millas, y que reclamos similares de otros estados están siendo elevados a la ONU.
2. Es necesario destacar que hasta la apertura del Canal de Suez al Este y el Canal de Panamá al Oeste, las rutas marítimas tradicionales implicaban necesariamente la navegación a lo largo de la costa africana y americana.
3. Halford Mackinder (1861-1947) fue un geógrafo británico que en 1904 propuso la teoría del “Heartland”, una concepción geopolítica del mundo en la que aquel que dominara el área central podía controlar la totalidad del planeta. Ese “heartland” se encontraba rodeado de “áreas pivotes”, regiones internas y externas cuyo control garantizaba un acceso simplificado a esa área central. Vale destacar que gran parte del territorio tipificado como “heartland” pertenece a Rusia.
4. Organización del Tratado del Atlántico Norte, alianza militar intergubernamental que rige desde el año 1949.
5. Extraído de https://www.bbc.com/mundo/noticias-42776299
6. Friedrich Ratzel fue un geógrafo prusiano-alemán (1844-1904) que promovió una teoría fuertemente vinculada con el Darwinismo, la cual se consolidó como el Determinismo Geográfico. En esta, el prusiano desarrollaba la idea de que los Estados Nación se comportan como un organismo vivo: nacen, crecen y se desarrollan. En este desarrollo, cada Estado debe ser capaz de autoabastecerse para satisfacer las necesidades de su población. Un Estado fuerte, al igual que en el reino animal, va a avanzar sobre un Estado débil, el cual, imposibilitado de defenderse, sucumbirá. Estas ideas cimentarían el expansionismo e imperialismo del flamante estado alemán y, décadas más adelante, las teorías espaciales del nacionalsocialismo bajo el ala de Karl Haushofer.
Bibliografía
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