Por Rodrigo Javier Dias*
El bienestar y la opulencia en la posguerra
La primera mitad del siglo XX resultó traumática e intransitable para la humanidad. Las tensiones en las relaciones internacionales heredadas del largo siglo XIX, impulsadas por añejas pero vigentes disputas territoriales, continentales y de ultramar, habían terminado por estallar en dos conflictos bélicos de un tenor jamás visto en la historia. El alcance y la devastación desatada en menos de cuarenta años, sumado al crack financiero en el lapso intermedio, dejaron a la sociedad mundial sumida en una compleja situación, tal como lo reflejan Paradiso y Luna Pont:
“Dos estremecedoras guerras mundiales –la segunda concluida merced el empleo de un arma más devastadora de todas las conocidas hasta entonces-, un genocidio que revelaba de lo que son capaces los hombres cuando se someten a fuerzas irracionales y los efectos de una gran crisis económica, fue el saldo de tres décadas que dejaron la amarga convicción de un verdadero derrumbe civilizatorio” (s/d, p1)
En este sentido, uno de los principales puntos de discusión giró en torno a las problemáticas sociales. Desde la aparición de la Revolución Industrial, el foco se había concentrado en la producción y en el comercio como pilares esenciales de un capitalismo que se expandía cada vez más, sin tener en cuenta lo que ocurría con la población, con esa nueva idea de asalariado que había cambiado de manera irreversible la concepción de vida del ser humano. Se habían sancionado leyes, desde luego, pero ninguna que apuntara al beneficio del colectivo trabajador sino indirectamente a los propietarios de los medios de producción, resultando punitivas o correctivas para aquellos que no pudieran conseguir trabajo, les tocara mendigar o simplemente incurriesen en el “delito” del ocio, como marca la enmienda de las Poor Laws británicas de 1834 o (en un ejemplo más autóctono) la “Ley del Vago” sancionada en 1860 en Entre Ríos, Argentina. Incluso la Iglesia Católica a través de la Encíclica “Rerum Novarum” lanzada por el Papa León XIII en 1891 aportaba un documento que se enfocaba más en garantizar la matriz productiva que en asegurar la situación de aquellos que constituían su cimiento.
Esa situación, en donde el trabajador promedio mantenía extensas jornadas sin descanso semanal, vivía hacinado en pequeñas habitaciones en condiciones de insalubridad y dependía de la entereza de su físico para sobrevivir con una escasa remuneración (escenario tan bien ilustrado por Engels en “La situación de la clase obrera en Inglaterra” de 1845) es lo que conoce como la Primera Cuestión Social. Un concepto trabajado por Robert Castel en “Las metamorfosis de la cuestión social” (1995) cuando identifica el contexto en el cual la sociedad experimenta el enigma de su cohesión a la vez que trata de evadir el riesgo de su fractura; y marca la serie de condicionantes que ponen en peligro al entramado social ante la falta de elementos, herramientas y políticas que alienten a subsanar dichas tensiones.
De esta manera, el último tercio del siglo XIX en los países centrales y las primeras décadas del siglo XX en Latinoamérica estuvo signado por cuantiosas protestas que pusieron de manifiesto que ese régimen del sistema capitalista no era suficiente para satisfacer las necesidades de todos aquellos que lo componían. Una cuestión social que nunca había sido puesta a debate como condición principal para la continuidad de una sociedad integrada. Así, las primeras leyes y modificaciones aparecieron a la par de una serie de regulaciones sancionadas entre 1883 y 1891 por el flamante Estado Alemán y dieron inicio al Estado Bismarckiano, prototipo pionero del Estado de Bienestar.
En paralelo, leyes y enmiendas similares fueron puestas bajo discusión y análisis tanto en Reino Unido como en Estados Unidos, aunque la Crisis de 1929 llegó sin que Norteamérica las aplicara y Gran Bretaña apenas tuviese algunos mecanismos paliativos en comparación. El mundo no había tenido chance de recuperarse de la la gran crisis cuando ya se veía sumido en otra contienda global que lo terminaría por devastar. En esa situación límite es cuando comienza a pensarse en la idea de un Estado que funcione como el garante de las protecciones mínimas para todos sus ciudadanos. Es decir, la extensión de un mecanismo que –compuesto por el modelo fordista de producción, la intervención estatal de la economía según el modelo keynesiano y la redistribución progresiva de la renta– diese origen a un Estado Social. Al respecto, Paradiso y Luna Pont afirman:
“Nunca como entonces se estuvo tan cerca del concepto de bienestar internacional. Nunca como entonces hubo un consenso tan extendido en torno de la idea de que el bienestar era la condición de la paz”. (s/d, p1)
Apoyado en el discurso de Roosevelt sobre las cuatro libertades, en donde éste mencionaba “el derecho a la seguridad social y económica, a la igualdad de posibilidades y el trabajo, al beneficio de los resultados del progreso técnico y a la elevación constante del nivel de vida” (Paradiso y Luna Pont, s/d, p4), Estados Unidos implementó esta dinámica estatal en la que se promovía –entre muchas otras cuestiones- salarios equitativos y vestimenta, vivienda, salud y educación al alcance de todos.
No obstante, el grado de aplicación de estas regulaciones tuvo dos características fundamentales: la primera, que su implementación en Norteamérica se hizo en un contexto en donde el Plan Marshall y el impulso productivo del esfuerzo bélico ya habían puesto en marcha una maquinaria enorme de capital y bienes. La segunda, más importante, que su aplicación no fue plena ya que sus dinámicas productivas y redistributivas ocurrieron en un contexto en el que centro y periferia ya comenzaban a profundizar sus distancias.
Por ello se pueden plasmar dos niveles de «Bienestar»: uno a nivel local, interno, a partir de aquella redistribución progresiva derivada de la creación de prestaciones esenciales garantizadas por el Estado; y otro, muy diferente, a nivel internacional, en el que –en respuesta al colonialismo– los líderes de la periferia expusieron como punto de partida fundamental el poder pensar la idea de un Bienestar global.
De esta manera, no sólo se trataba de poder satisfacer las necesidades básicas o acceder a determinados niveles de consumo (algo que ocurría en los países centrales) sino también equiparar los aparatos productivos o brindar las condiciones mínimas de desarrollo para las poblaciones cuyos territorios aún estaban bajo control de terceros. Es decir, muy lejos de esa noción de “vivir tranquilo” que se atribuye al concepto de «Bienestar». Y tal como refieren Paradiso y Luna Pont cuando encontraron en un informe sobre «el estado del mundo» que circulaba por entonces y en el que podía leerse lo siguiente: «En el mundo rico hay preocupación por la calidad de vida, en el mundo pobre por la vida misma” (s/d, p10)
A la par de estas ideas de Bienestar, John Kenneth Galbraith acuñó un concepto en su libro homónimo “La sociedad opulenta” (The affluent society). Allí reflejó la situación que atravesaba la economía norteamericana en la primera década posterior a la Segunda Guerra Mundial. Utilizó la idea de opulencia para graficar lo que resultaba de conjugar producción, crecimiento, ganancia y consumo en una sociedad en la que todo parecía estar al alcance de la mano y más aún con la famosa noción de “American way of life” que como se sabe acentuó esa idea de riqueza interminable que tantos dolores de cabeza trajo y con los años seguiría trayendo. Sin embargo, el mismo Galbraith y otro economista contemporáneo, el sueco Gunnar Myrdal, pusieron en discusión esta idea de opulencia al alertar sobre una serie de peligros que estaban siendo minimizados y que afectaban directamente su sostén.
El pensamiento de John Kennet Galbraith en “La sociedad opulenta”
Galbraith fue un economista de larga trayectoria. Canadiense de nacimiento y norteamericano por adopción, tuvo una amplia formación académica y una activa participación en el mundo de la docencia. Pero fue su faceta de analista económico y político la que lo llevaría a trascender a través de su producción escrita, desarrollando algunos de los libros más vendidos y estudiados de las décadas del 50 y 60. En esos años, Galbraith fue capaz de interpretar e interpelar el contexto dominante, así como también prever lo que podía llegar a acontecer en los años venideros. Tan ponderado como criticado, se lo ha llegado a tildar de liberal conservador aunque en su obra se inclinó a menudo por la defensa de una economía regulada por el Estado, aún en una época en donde la idea de un Estado de Bienestar comenzaba a volverse problemática para otros teóricos de la economía. Fallecido en 2006, a los 98 años, dejó un enorme legado que se centró en la discusión entre el poder de los consumidores y las grandes empresas. Y en plantear la necesidad de aggiornar la teoría económica para que no resultara obsoleta en el tumultuoso siglo XX.
Dentro de este legado se encuentra el que quizás sea su libro más discutido, “La sociedad opulenta”. Allí, Galbraith parte de la afirmación que el sistema capitalista es algo que se da por sentado, como lo más correcto y conveniente para los países desarrollados. De allí, su idea es dejar claro que el sistema capitalista genera indefectiblemente diferencias y desigualdades en la medida en que crece y se expande por el mundo, lo cual contradice y elimina desde un primer momento esta presunta idea de que pueda ser sinónimo de un bienestar inmediato e igualitario para todos. Por lo contrario, en su opinión, crea mecanismos específicos acorde a las posibilidades de cada sector, con lo cual se genera una fragmentación social imposible de desatender.
Galbraith adhiere también al keynesianismo, marcando la necesidad de un Estado regulador fuerte, que ponga límites a las peligrosas oscilaciones del mercado y asegure el crecimiento y la expansión económica local, regional y global. Si bien en algunos pasajes de «La sociedad opulenta» deja entrever algunos lineamientos ideológicos que podrían pecar de ambiguos si no se contemplara el contexto en el que fue desarrollado (se observa en su lectura numerosas aproximaciones y referencias negativas al comunismo, lo cual le valió algunas críticas), en líneas generales el texto es un buen reflejo del contexto de posguerra y las ideas económicas que se desarrollaban en plena etapa del Estado Benefactor. Esto, sumado a una serie de proyecciones que realiza y que luego serían puestas en práctica por el neoliberalismo, tales como aproximarse al concepto de la marketización del sistema productivo y a la orientación del consumismo como forma de garantizar una oferta-demanda elevada y una tasa de ganancias constante, convirtió al concepto de “opulencia” en algo automáticamente casi tan peligroso como la desinversión en los servicios y necesidades básicas de la población. En esta misma línea, las conclusiones que extrae del futuro posible para la economía norteamericana y global bajo este lineamiento de capitales privados por sobre los públicos dejan ver un panorama en donde lo próximo a surgir podría ser un escenario de “insegura intranquilidad”. Lo que en términos sociológicos actuales podría traducirse como inseguridad social o incertidumbre, conceptos que reflejan la falta de un lazo social concreto y de las protecciones sociales del Estado de Bienestar. Así, la opulencia de las sociedades que le fueron contemporáneas –producto de una etapa de bonanza inédita– no tendría que ser tomada como una nueva posición de estabilidad y punto de partida sino, tal vez, ser estudiada en profundidad para interpretar las causas y consecuencias que trae esa aparente capa de abundancia infinita.
Algunos de los pasajes destacados del libro se transcriben a continuación:
“Este amplio papel del estado era aceptable para los conservadores porque estaba al servicio de una función que merecía la plena aprobación de los conservadores: el mantenimiento de una poderosa defensa militar contra el comunismo” (Galbraith, 1958, p.15).
Aquí hace referencia al contexto en el cual el Estado de Bienestar, pese a no ser bien recibido por la plana política, igual era aceptado porque era visto como una buena herramienta para luchar en el contexto de la Guerra Fría y el Mundo Bipolar.
“Me mantuvo en mi propósito la convicción de que estábamos estimulando la presencia de graves males sociales al debilitar nuestros servicios públicos y al otorgar gran parte de nuestra confianza a los poderes terapéuticos generales de una producción creciente” (Galbraith, 1958, p.17).
“Pocos son los economistas que mantendrían ahora que una economía con un ritmo adecuado de expansión pueda eliminar por completo otros problemas sociales. Durante muchos años nuestro PNB se ha ido expandiendo. La tensión social no ha disminuido sino todo lo contrario” (Galbraith, 1958, p.17).
“Es muy poco probable que la pobreza de las masas populares se hiciera mucho más llevadera por el hecho de que unos pocos fuesen muy ricos” (Galbraith, 1958, p.28).
Aquí el autor pone de manifiesto el frágil sustento de la noción del «derrame» de la riqueza, al igual que la contradicción inherente a la relación entre crecimiento y desarrollo que sería puesta bajo análisis desde las perspectivas decoloniales y post coloniales.
“En el mundo que vio nacer la ciencia económica, las cuatro exigencias más urgentes del hombre eran la alimentación, el vestido y la vivienda, y un ambiente ordenado que permitiera obtener las tres primeras” (Galbraith, 1958, p.135).
Este es uno de los pasajes en los cuales promueve el keynesianismo –ese “ambiente ordenado”– como una manera de asegurar las tres necesidades básicas de la población que darían paso al bienestar local.
“Rara vez han sido entusiastas cultivadores del tema de la igualdad aquellas personas que pueden ser objeto de una igualación” (Galbraith, 1958, p.59).
“Quizás los hombres no llegaran a morirse de hambre rodeados por la escasez malthusiana pero, ¿no podría más bien ser su sino el morir de hambre rodeados por una abundancia que no podían adquirir? ¿no era una conclusión correcta la de que, de todos modos, estaban predestinados a la pobreza?” (Galbraith, 1958, p.101).
“Tanta gente podía permitirse el gastar en abundancia que pronto cesó de ser adecuado como signo de distinción. Un largo coche, ricamente tapizado y de grandísima potencia, no causa ya ninguna sensación de riqueza cuando se producen en masa millares de automóviles semejantes” (Galbraith, 1958, p.101).
Aquí el autor refiere a las contradicciones y algunos aspectos banales de la opulencia.
“Con un bienestar creciente toda la gente se da cuenta, tarde o temprano, de que tiene algo que proteger” (Galbraith, 1958, p.113).
“En el mejor de los casos, los servicios públicos son un mal necesario; en el peor, son una tendencia maligna contra la cual una comunidad alerta debe mantener una vigilancia eterna. Incluso cuando están al servicio de los fines más importantes, semejantes servicios son estériles” (Galbraith, 1958, p.134).
“Nuestra abundancia en bienes producidos privadamente constituye en gran medida la causa de la crisis en el abastecimiento de servicios públicos, ya que no hemos acertado a percatarnos de lo urgente e incluso perentorio que es mantener un equilibrio entre ambos” (Galbraith, 1958, p.215).
Y aquí, finalmente y en otro aspecto saliente, se ve su postura referente a concentrar tanto el foco en la producción y por ende descuidar el presupuesto mínimo para los servicios públicos que garanticen y cimenten no sólo el Estado Keynesiano sino también al Estado de Bienestar.
El pensamiento de Gunnar Myrdal en “El reto a la sociedad opulenta”
Gunnar Myrdal fue un economista sueco nacido en 1898. Compartió el premio Nobel de Economía en 1974 con Friedrich Hayek, uno de los cultores del neoliberalismo, y tuvo, al igual que Galbraith, una extensa y activa carrera político académica, siendo nombrado Doctor Honoris Causa en más de treinta universidades.
Una de sus obras, “El equilibrio monetario”, publicada en 1931, se considera la precursora de la teoría keynesiana que vería la luz años después. Su interés se centró luego en la investigación sobre la desigualdad y la pobreza tanto en países desarrollados como subdesarrollados. En este sentido, sus investigaciones se enfocaron en interpretar cómo la mayoría de los países carecía de una estructura adecuada en educación y salud. Y en base a ello comprender cómo un sistema capitalista que funcionaba en base a “ayudas económicas” –principalmente para los países subdesarrollados- no garantizaba la puesta en marcha de un plan económico adecuado salvo para paliar los desfasajes productivos locales que resultasen funcionales a la gran industria de los países desarrollados.
Un aspecto importante de la obra de Myrdal es que siempre manifestó la importancia de comprender la situación coyuntural que rodeaba a la aplicación de una teoría económica determinada en un entorno no económico. Posicionándose como un escritor institucionalista, creía fundamental poner en consideración la situación política, el marco legal y la dimensión cultural antes de emprender el análisis. Caso contrario, se corría el riesgo de convertir cualquier teoría en algo irrelevante.
Además de ello, efectuó investigaciones en Asia que le permitieron escribir en 1968 “El drama asiático. Investigación sobre la pobreza de las naciones donde pudo plasmar ideas teóricas que criticaban al sistema capitalista vigente.
En su libro “El reto a la sociedad opulenta” del año 1964, pone en práctica sus investigaciones y teorizaciones desarrolladas a lo largo de su carrera. Allí, toma la posta dejada por Galbraith para denunciar las problemáticas derivadas de una enloquecida carrera por la producción y el consumo en plena etapa de abundancia. Y atribuye a esta particular situación un enorme grado de responsabilidad en la profundización de la brecha social y de la doble opresión raza-clase que existía en Estados Unidos. Y que seguiría empeorando en tanto y en cuanto el derrotero fuese el mismo. Al igual que Galbraith, Myrdal también identificó el viraje que el capitalismo tomaría a partir de la década de los 70´s y alertó sobre sus consecuencias y la manera en que su impacto afectaría al tejido social.
Expresando sin filtro muchas de las cuestiones más álgidas de la economía global, Myrdal afirmó incluso en una ocasión que Estados Unidos efectivamente tenía el cuerno de la abundancia, aunque jamás había entendido como aplicarlo de manera correcta (Myrdal, 1964). Y que eso había sido un factor desencadenante para conformar una sólida pero errónea base sobre la que después se forjaría un andamiaje capitalista que luego no podría ser corregido. El capitalismo, al igual que pensaba Galbraith, había sido malinterpretado pero aceptado y –en plena etapa de descolonizaciones- se empezaban a visualizar las diferencias que había generado, contemplando además que en el futuro –un futuro en el que los capitales privados le ganasen la batalla a lo público- el problema quizás fuese mucho peor.
Algunas de las ideas que el sueco expresa en su libro se transcriben a continuación:
“Mientras una parte del pueblo norteamericano vive en la abundancia –a menudo una abundancia más bien vulgar, consistente en satisfacer necesidades creadas por una propaganda vocinglera, en contradicción por lo demás con los heredados ideales puritanos de un elevado pensar y un vivir prudente-, una minoría importante, aunque callada en general, no goza ni de seguridad ni de nivel decoroso de vida” (Myrdal, 1964, p.20).
“El desempleo norteamericano, en cambio, es cada vez más de carácter estructural. En efecto cada año y cada mes en los que se tolera un alto nivel de desempleo hacen que la plena ocupación como meta gubernamental resulte más difícil de conseguir” (Myrdal, 1964, p.38).
“La situación de desempleo que se está apoderando de la nación y la creación de un sustrato americano de personas que no poseen la enseñanza ni la capacitación necesarias para integrarse a los progresivos modos de vida y de trabajo norteamericanos, ponen en peligro los principios mismos de la sociedad norteamericana” (Myrdal, 1964, p.49)
“No existe remedio eficaz alguno contra el desempleo, aparte de la ocupación; lo cual no significa, por supuesto, que no sea importante hacer que la gente pueda vivir cuando se ha quedado sin empleo” (Myrdal, 1964, p.61).
En estas frases Myrdal caracteriza la fina línea sobre la que transcurren las ideas de Bienestar y Opulencia, y cuáles son las problemáticas que emergen detrás de esta máscara de crecimiento y abundancia. Es interesante comprender que estas observaciones fueron realizadas en una etapa en la cual la idea de una Cuestión Social había sido saldada con la introducción al aparato político gubernamental de las regulaciones keynesianas, las protecciones sociales que otorgaba el Estado y los sindicatos a través del trabajo y la redistribución progresiva de la renta.
“Las medidas de asistencia social han sido concebidas, como ya señalé, con objeto de procurar mayor seguridad a ese grupo medio de la nación. Y puede inclusive producirse algún que otro traspaso de la línea de pobreza logrado, lo cual daría la falsa seguridad de que Norteamérica sigue siendo la sociedad más libre y abierta y de ideales más firmes. Sin embargo, a medida que se vaya requiriendo cada vez menos trabajo del tipo que los barrios bajos urbanos y rurales pueden ofrecer, la sociedad se irá viendo cada vez más aislada y expuesta al desempleo, al subempleo y finalmente a la franca explotación. Subirá del sótano un olor fétido hacia la soberbia mansión norteamericana” (Myrdal, 1964, p.70).
“Estoy convencido de que si Kenneth Galbraith, con su agudo sentido de las necesidades de la hora y su desprecio por la ciencia convencional, volviese a escribir The affluent society, lo haría en forma muy distinta. Es decir, como un libro que combatiría algunos de los puntos de vista que él mismo contribuyó a que se convirtieran en convencionales. Entre ellos, el de que Norteamérica es rica y que el aumento de la producción ya no constituye un problema capital” (Myrdal, 1964, p.80).
Las citas son cruciales para entender la diferencia entre los dos economistas, si bien ambos alertan sobre las problemáticas de un capitalismo en expansión que considera que una contracción productiva, una nueva crisis, no puede ser factible en el horizonte próximo. Galbraith se enfoca más en la desatención –o la falta de financiación- de las necesidades básicas mientras que Myrdal centra su investigación en las consecuencias de una producción incesante.
“La elevación del nivel de vida de los sub privilegiados se convierte casi en condición necesaria de un progreso rápido a largo plazo” (Myrdal, 1964, p.81).
Este pasaje es en particular interesante porque resume el objetivo de sus estudios y el título del libro que aquí abordamos. No se puede pretender hablar de Bienestar ni de Opulencia cuando todavía subsiste una agenda de temas que son necesarios resolver, fundamentalmente la desigualdad social generada por el mismo sistema que en teoría pretende eliminarla.
“Las condiciones super generosas aplicadas por Estados Unidos son fáciles de explicar. En efecto, los países europeo-occidentales que habían hecho la guerra estaban seriamente damnificados y los niveles de vida eran bajos. Norteamérica, por su parte, había presenciado –ejemplo sumamente raro en la historia del mundo- el aumento de los niveles de vida de su pueblo tanto durante como después de la guerra. Había entrado en ésta en situación de depresión y subempleo, y salió de aquella con la ocupación en alza. Un ´reparto del bienestar´ que se presentó como natural, tanto en el sentir de los norteamericanos como en el de los europeos. No obstante, tengo la impresión de que yo no estaba desacertado en aquel momento. En efecto, aquello sólo fue un reparto entre los ricos” (Myrdal, 1964, p.167).
En esta cita Myrdal resume en pocas líneas la situación coyuntural que le permitió a Estados Unidos establecerse como primera potencia económica mundial y lograr, apenas algunos años después de la Segunda Guerra, la opulencia de una sociedad ordenada por un Estado Benefactor. Un “ejemplo sumamente raro” que también convirtió ese concepto en algo más parecido a un reparto entre ricos que a un bienestar tangible, duradero e igualitario. En esta línea, Galbraith pregonaba que incluso tan temprano como en 1946 la lógica del Estado Benefactor se estaba convirtiendo en un lastre político-económico-social, y que su paulatina disminución y flexibilización sería lo ideal para aprovechar el empuje productivo de la guerra. Vale destacar aquí que la doctrina neoliberal estaba plasmada en papel para el año 1947 pero que por cuestiones antes citadas, sería “guardada” hasta que el Estado Social fuertemente regulado empezara a resquebrajarse bajo el peso de las demandas salariales, sindicales, productivas y de ganancia.
Galbraith, a manera de comparación, resume esa coyuntura en la siguiente cita:
“La producción había aumentado muchísimo. La producción de municiones y otros elementos bélicos había sido impresionante. El éxito se atribuyó al virtuosismo natural de la empresa americana y al sistema americano de mercado y no a la existencia de una fuerte demanda aunada a un proyecto de planificación improvisado aunque eminentemente lógico. Si después de la guerra fuese posible eliminar la restrictiva mano del estado, las cosas serían aún mejores” (Galbraith, 1958, p.11).
La obra de ambos escritores fue esencial para poder comprender su entorno y prever el futuro de la economía, norteamericana y global. Se podrá caratular a uno u otro según la forma en la que se interpreten sus escritos, pero hay algo que resulta innegable: son un testimonio imprescindible, un análisis impecable del momento en que el capitalismo –con sus pros y sus contras- se encontraba recorriendo una fase expansiva que no se detendría jamás.
Conclusiones al fragor de la pandemia
El pensamiento que Galbraith y Myrdal plasmaron en sus obras guarda una gran vigencia con los acontecimientos del mundo contemporáneo. Ambos, si bien JKG más cercano al institucionalismo liberal conservador, fueron lo suficientemente conscientes como para advertir que la bonanza de una economía en pleno crecimiento no podría ser eterna. Doble valor el de su análisis, puesto que lo efectuaron en pleno desarrollo del Estado Social y de Bienestar que había sido utilizado para resolver las diferencias evidenciadas en la Primera Cuestión Social de la Revolución Industrial. Aún así, lograron prever que las consecuencias a futuro serían desastrosas.
Esta maquinaria productiva que –redistribución progresiva mediante- permitía a los trabajadores acceder a beneficios impensados a principios del siglo XX fue convirtiéndose con los años en un aparato que ampliaba cada vez más la sombra protectora del Estado, a la vez que a nivel global profundizaba enormemente las desigualdades entre los países centrales y las áreas periféricas. Con la finalización de los “treinta años gloriosos”, del impulso económico que el Plan Marshall trajo a la economía y de la aparición práctica de las políticas neoliberales, todas las estructuras del Estado Social y la sociedad salarial fueron desarticulándose. Y el libre mercado volvió a tomar las riendas de a poco.
Así como en su novela “American Gods” Neil Gaiman abre una confrontación épica y escatológica entre los dioses mitológicos y los nuevos dioses contemporáneos, todos ellos hijos del capitalismo y la revolución tecnológica que acompañó a la fase neoliberal, esta pandemia contemporánea abre un espacio de debate en la que la sociedad –profundamente desigual y segregada, y cuyo orden y sistema de creencias se encuentran apoyados en el consumo, la imagen y la autoexplotación– vuelve a vislumbrar las antiguas deidades del estado regulador como alternativa factible.
América fue, según las palabras del escritor británico, una tierra mala para las ancestrales deidades mitológicas. En esta misma línea, la sociedad contemporánea ve surgir sus peores miedos o, como decía Myrdal, el olor fétido de los sótanos del capitalismo. En plena crisis vuelven a cobrar vigencia las ideas de Galbraith y Myrdal –así como también las aproximaciones de Robert Castel– al quedar de manifiesto que el capitalismo como tal no sabe subsistir de manera adecuada ante una inédita situación como esta. Salen a la luz los problemas del par crecimiento-desarrollo, en donde no necesariamente lo primero trae consigo lo segundo. Y aparecen los problemas de una producción cada vez más especializada que esconde un trabajo explotador y precarizado en el que cualquier cese de actividad corre por cuenta del asalariado. Se acentúa así la fragilidad de las relaciones entre los múltiples centros y periferias que este capitalismo atomizador fue generando.
La actual pandemia de Coronavirus ha puesto de manifiesto que el planeta no es una “buena tierra” para estas neo-deidades. La concentrada opulencia de las elites que orquestan al mundo demostró ser otra vez ineficaz e inútil cuando el enfoque se coloca en el lado incorrecto.
Acumulación capitalista y libertad de mercado no sirven a ningún fin si el sistema de salud estalla cuando se lo necesita; el monolítico e “indiscutible” sistema productivo postmoderno demuestra ser un castillo de naipes si al primer soplido un gran porcentaje de la población económicamente activa, el mismísimo motor de la maquinaria, queda excluida de éste; y el planeta se convierte en un caldo de cultivo para negligentes e ignorantes que desoyen recomendaciones si la apuesta es no sacar el pie del acelerador económico como única lectura y análisis coyuntural. Y justo en momentos en donde lo que se necesita es una integración total que pueda atender múltiples necesidades.
Queda en evidencia que los análisis efectuados hace ya seis décadas acertaron perfectamente no sólo los problemas de su época sino los que a la larga se convertirían en una situación común en el globo. La opulencia es sinónimo de producción, de consumo y de acumulación pero no mucho más. No se puede descuidar la inversión en los distintos planos que constituyen y contribuyen al bienestar general de la población porque en última instancia es la misma población la que constituye y contribuye al modelo productivo. El bienestar tampoco puede ser sinónimo de producción si el andamiaje que lo sustenta, debilitado por el neoliberalismo, termina por desaparecer cuando las crisis apremian, convirtiéndose en un bienestar selectivo y elitista cuyo orden depende, como siempre, del dinero. Pocos son los gobiernos que han salido a poner el pecho a la situación, Argentina entre ellos. Basta una leve sacudida del statu quo para desmoronar una frágil estructura basada en lo intangible.
Con pandemia o sin ella, la opulencia enmascara cruentas dinámicas que permiten afirmar que el presunto progreso de las sociedades todavía se encuentra golpeando las puertas de la humanidad, tal como refería Myrdal (1964): “Para una vasta minoría, la sociedad próspera no es más que un mito”. (p.80). Mucho más cerca en el horizonte, la amenaza de una nueva Cuestión Social que requiere un tratamiento urgente se cierne sobre los edificios del capitalismo en tiempos de globalización.
*Rodrigo Javier Dias es Licenciado en Enseñanza de las Ciencias Sociales con orientación en Didáctica de la Geografía por la Universidad Nacional de San Martín. Profesor de Geografía por el Instituto Superior del Profesorado “Dr. Joaquín V. González”, con especializaciones en Geografía de África y Oceanía, Geografía de Asia y Geografía de la República Argentina – Procesos Sociales y Económicos. Actualmente se encuentra en proceso de elaboración de su tesis final de la Maestría en Sociología Política Internacional por la Universidad Nacional de Tres de Febrero.
Bibliografía
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