Capitalismo estético, totalitarismo y resistencia

Por Alejandro Taibi*

En su obra La estetización del mundo, Lipovestky nos advierte sobre el advenimiento del capitalismo estético, “momento en que los sistemas de producción, distribución y consumo están impregnados, penetrados, remodelados por operaciones de naturaleza fundamentalmente estéticas”[1].

Estadio, en suma, en el que la experiencia estética se encuentra en estrecha articulación con las dinámicas propias del turbocapitalismo, caracterizado por la caotización de la vida, como producto de la desregulación y globalización de los poderes financieros, la desterritorialización de la industria y el consecuente empobrecimiento de las condiciones de vida de la masa desprovista de auténticos arraigos que constituye el precariado.   

El capitalismo estético “explota racionalmente y de manera generalizada las dimensiones estético –imaginarias– emocionales con fines de ganancia y conquista de mercado”[2]. El arte, en la edad del capitalismo estético, se encuentra signado y en simbiosis con los mecanismos de producción y consumo.

Bajo su dominio se produce la aniquilación de las diferencias civilizatorias, culturales y sociales. Todo lo diverso se integra y unifica eclécticamente para el consumo, o perece. Aparece un tipo humano-consumidor desocializado, cada vez más igual y baldío, a la vez que inmerso como nunca en una realidad pródiga en experiencias estéticas. Y es, tal vez, esto último lo que permite al capitalismo poseer y transmutar todo orden simbólico, resignificar todos los signos y paralizar toda conciencia en la ilusión de lo vertiginoso.

Toda la experiencia estética está orientada a reproducir la ideología del hiperconsumo y la producción, por lo que a la vez que se hace profusa y ecuménica; supuestamente múltiple y democrática, se vuelve más insípida e infecunda. Así, de la inconmensurable diversidad de expresiones estéticas resulta la uniformidad más alienante.

El arte en simbiosis con el capitalismo se convierte en agente reproductor y justificante de sí mismo. Un virus capaz de penetrar todas las esferas de la existencia humana. Enfermando, uniformando y subordinando.  En su seno toda expresión está permitida y también controla los flujos del disenso. Nada amenaza su dominio, aunque sea habitual que recurra a fantasmas de propia invención para ajustar las clavijas del poder cuando esto resulta conveniente.

El mundo adquiere el aspecto de un archipiélago donde puede coexistir la isla de los veganos junto a la de los caníbales, siempre y cuando no se cuestione la razón última capitalista. Este es el rol del arte bajo el totalitarismo de mercado: colorear la vida del precariado, sumirlo en el vértigo de la emoción primaria consumista y la autoexplotación.

El desierto de lo igual

Es la era de la superabundancia de experiencias estéticas, pero, en tanto inauténticas, siempre insatisfactorias e incapaces de trascender la cúpula de lo cotidiano.  Todo lo que es, y todo lo imaginable, ha sido conquistado directa o indirectamente, asimilado o poseído, aniquilado o trasmutado.

El capitalismo estético modela el mundo a su imagen y semejanza, aniquilando toda diversidad, homologando gustos y valores de una manera más total y perfecta que bajo cualquier otro totalitarismo conocido por la humanidad. Esto es, preservando la ilusión caleidoscópica de lo múltiple y dinámico, cuando en realidad todo es uno y estático. Es la ideología de lo mismo, el desierto de lo igual.

Una maleable unidad de producción y consumo

A la vez que reconfigura territorios y culturas, asemejando todo, igualando todo, se consiente la multiculturalidad a condición de que no sea múltiple. Se celebran los localismos –el color local– en tanto folclore de consumo inofensivo. Se admite lo aldeano y lo tribal, pero se aniquilan los Estados que resisten a los flujos globales capitalistas y se proscriben las identidades nacionales. Se glorifica al individuo y se arrasa con el humanismo. Se idolatra el bienestar y se destruye el medioambiente. Se deidifica la libertad y se algoritmiza la existencia. Se alaba la democracia y se impone la gobernanza como modo insuperable de gobierno.

“Ningún centralismo fascista ha logrado lo que el centralismo de la sociedad de consumo (…) que ya no se conforma con un hombre que consume, sino que pretende que las ideologías distintas de las del consumo sean inconcebibles”.[3]

El hombre está solo, convertido en una maleable unidad de producción y consumo frente al poder absoluto del mercado, sin intermediación de instancias socio-comunitarias ni arraigos simbólicos.

Voluntades sitiadas

En el plano de las creencias, que es donde vive el hombre, el capitalismo artístico persiste en la mistificación de la proactividad individual por sobre la actitud reflexiva, empática y solidaria de la persona en armonía con su medio. No hay espacio, sino para la continua movilización al consumo y la producción.

Las masas aceptamos, graciosa o culposamente, el mandato de ser felices a través de la hiperactividad consumista como vía natural a la plenitud. No serlo implicaría una desgracia autoinfligida; no pretenderlo, un disenso intolerable.

Se abre un amplio mercado de experiencias falsamente trascendentales, a modo de espejismos en el desierto de lo igual, que buscan, a la vez que justificar la precariedad de la vida, calmar la incertidumbre emergente de la caótica y avasallante dinámica del mercado.

Sea a través de la nueva ciencia de la felicidad, o por profesión de un sincretismo new age en el que se conjugan optimismo, orientalismo y teología del éxito. Ya no se pretende indagar por las condiciones objetivas que perpetúan el estado actual de las cosas. Todo lo contrario, se trata de naturalizar un mundo de individuos, asolados y anonadados en la vorágine de lo insuperable desde la banalidad estandarizada. Todas las voluntades son sitiadas, todas las libertades acechadas.

Colmena

El arte bajo el dominio del capitalismo estético no constituye un puente hacia lo trascendental ni una vía para el goce de una existencia auténtica, sino una mera herramienta de mercado.

El hombre desprovisto de toda identidad termina por creer que es lo que consume dentro de una experiencia hiperinflacionaria en productos. Y, sin embargo, prevalece la angustia como trasfondo de la feliz parafernalia.

En tanto, las tecnologías penetran y comienzan a discurrir dentro de la esfera evolutiva donde la acción voluntaria y consciente, que constituye la acción política, es abolida. Se modela ya lo consciente e inconsciente (la mente), y la sociedad adquiere –como sostiene Berardi– dinámica de colmena en la que el arte es a la vez causa y efecto de comportamientos programados, y no de disrupciones conscientes y autónomas.

Resistencia

Frente a este panorama desolador, pero no final, existirá siempre la posibilidad de emprender una resistencia íntima y radical: no jugar el juego, “suspender la dictadura del tiempo y el consumo precipitado”.[4]

Vivir bajo el influjo de un tiempo y tempo humano. Esto es, desvinculados de la inconmensurable gama de mensajes y mandatos emergentes.

Constituirse, en suma, en obstáculos únicos e indescifrables solo accesibles en la alteridad tangible, que obstruyan la homogeneidad pretendida por un sistema cuya cosmovisión, raquítica y fatalista, dicta que todo es maleable –conciencias, cuerpos, territorios e identidades– menos su dominio.

*Alejandro Taibi es Licenciado en Relaciones Internacionales.


[1] Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, La estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico, Anagrama, Barcelona, 2015, pág. 9.

[2] Gilles Lipovetsky y Jean Serroy. La estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico, Anagrama, Barcelona, 2015, pág.10.

[3] Pier Paolo Pasolini, Escritos corsarios, Ediciones del Oriente y el Mediterráneo, Madrid, 2009, pág. 31.

[4] Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, La estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico, Anagrama, Barcelona, 2015, pág. 28.

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