por Ezequiel Corral
Hace poco, la editorial NOMOS publicó un necesario libro sobre Nietzsche escrito por el británico Anthony Ludovici. Extraigo a continuación algunas consideraciones a tono personal.
La vida de Nietzsche está llena de contradicciones que supo expresar en su filosofía más que ningún otro autor. Seis años en Pforta le bastaron para comprender la importancia del orden y concebir la necesidad de las cosas como parte vertebral de su filosofía. A su vez, evitar la antropomorfización de ese orden hizo posible la creación de una obra total del pensamiento occidental como lo fuera Así habló Zaratustra, a pesar de haberla sustentado fuertemente en afecciones y experiencias personales.
La importancia del orden no reside en los valores trascendentes e inmutables que podamos adjudicarle. Lo que en Argentina es concebido como “bueno y verdadero”, en Oriente podría ser pensado como un gran agravio contrario a las buenas costumbres. Es el hombre quién otorga sentido a su realidad y, por tanto, no hay una realidad objetiva que sea portadora de verdades morales trascendentes a los hombres. Principalmente, Nietzsche nos indica que los valores son relativos y transitorios.
A esta concepción del mundo, diversificante en sí misma, exenta de preceptos morales objetivos, se le contrapone hoy la pretensión del liberalismo, que se presenta a sí mismo como sinónimo de civilización. Reconoce las diferencias solo a merced de que algún día todas las culturas se acoplen a una idea común; y “la humanidad” reemplace a los pueblos. Lo que conocemos como “globalismo” no es sino una herramienta de supresión de diferencias. A través de los Derechos Humanos establece unos parámetros objetivos y trascendentes que habrán de arrojar un solo tipo de orden, único para todo el mundo. Y con la OTAN, su brazo armado, busca aplastar toda resistencia posible, aún cuando sea al precio de hundir y destruir pueblos enteros. El liberalismo es históricamente xenófobo.
Los pueblos sólo pueden conservar su diversidad conservando sus valores: el sentido particular que le otorgan a su propia realidad. De esta manera siguiendo a Ludovici, Nietzsche comenzó a “considerar la moral simplemente como un arma de lucha”. Indefectiblemente, la diversidad da origen a guerras y conflictos, pero la ideología liberal, al prometer la paz eterna, promete a colación el fin de lo humano. Desde el punto de vista nietzscheano el hombre es categóricamente dador de sentido.
Adicionalmente, si nos remitimos a la historia, los conflictos entre diferentes culturas no significan necesariamente la destrucción absoluta de las mismas. Muchos pueblos paganos, supuestamente menos civilizados, destacaron por no subyugar otras culturas, evitando así la universalización de su propia moral sobre la del vencido. Por eso, pese a los progresistas, la diferencia es la única manera de conservar la diversidad. La diversidad en su potencial transitoriedad es esencialmente conservadora.
Las religiones monoteístas y los liberales herederos de la Revolución Francesa no pueden jactarse de ser tolerantes, puesto que sus presupuestos metafísicos los obligan a moverse en el plano de lo absoluto. No es ciertamente esto un ataque al cristianismo, sino a los valores pútridos que componen un tipo específico de sociedad: la moderna. La aplicación del eje bien-mal en relación a «valores absolutos» y bienes objetivos, indica Ludovici, corresponde a la necesidad de «preservar y multiplicar un tipo específico de hombre».
Toda idea tiene un fin y el fin del liberalismo es la “felicidad”. Ludovici lee en Nietzsche que el tipo de hombre publicitado «abandonaría todo solo para vivir» y por lo tanto considera bueno todo aquello que tiende a aliviar el dolor y con ello los valores como la compasión, la paciencia, la bondad, son virtudes útiles funcionales al mero persistir en la existencia.
Ese “hombre bueno” contrapuesto al hombre auténtico, hoy es una enfermedad transmitida por los mass media y la Academia, encargada de establecer valores objetivos y universalizables; por los periodistas, que se comportan como sacerdotes; y por sus propios destinatarios, los “pecadores”, hipócritas que toman su papel en este circo para jactarse de estar libres de “pecado”.
La libertad y la creación son lo que nos diferencia del animal. El liberalismo, por el contrario, implica con creces negar la humanidad o específicamente aceptar y asegurar su declive. El sujeto liberal es el anti-hombre, separado de la naturaleza y de la comunidad histórica que lo vio crecer. Y, por tanto, se encuentra muy por debajo de cualquier tipo de hombre que represente la diversidad y la riqueza de nuestra especie.
Por una nueva moral
Las consideraciones nietzscheanas no conciben al hombre como un ser “terminado”. La humanidad pende de un hilo entre el animal y el superhombre. En nuestra libertad también está la posibilidad de retroceder, verdadera promesa del liberalismo.
Someternos a través de la técnica, convertir nuestros lujos en necesidades, nuestras necesidades en lujos; animalizarnos transformándonos en aquel tipo de hombre que ya no puede crear, que es solo transmisor de un solo tipo de visión del mundo nihilista y autodestructiva.
Por esto mismo es menester que el hombre sea superado. La libertad para destruirse es la misma que posee para re-crearse. “¡Romped, destrozadme a los buenos y los justos!” dice Zaratustra. “Fin del hombre” es ir hacia atrás, “continuidad”, es ir para adelante. ¿Pero continuidad de qué? Para ello está el superhombre, para crear: “transmuta tus valores o muere”.
Es la “buena guerra la que santifica toda causa” y la que ha hecho “cosas más grandes que el amor al prójimo”. El hombre nuevo ya no cree en valores inmutables, no cree tampoco en bondad ni en legitimidad alguna situada más allá de la tierra: es el que hace y se hace a sí mismo, el que se ha afirmado.
Porque la fuerza motriz de la vida no es la voluntad de vivir, la felicidad, sino la voluntad de poder: «algo vivo quiere, antes que nada, dar libre curso a su fuerza». Nietzsche está lejos de ser un inmoralista o un amoral, un anti-algo, él no niega ni siquiera al negador. El liberalismo no es un mal absoluto; pero Nietzsche establece que aceptar ciertas condiciones de existencia es someter a la especie humana a su fin. Nos alerta de que aún estamos a tiempo. No hay razón moral o inmutable para que esto sea de esta manera, pero ¿aún estamos a tiempo?
La igualdad, la fraternidad y la libertad que nos son impuestas van en contra de la voluntad de poder de los hombres nobles y auténticos, de los que hacen a la nobleza y a lo auténtico brillar. Pues cuando gobiernan los plutócratas, gobierna la mentira y la vida artificiosa. A través de la igualdad, ellos buscan deslegitimar el poder de los mejores, siempre diferentes al resto y su pequeño egoísmo. A través de la igualdad aquellos buscan someter a quienes están destinados a ser más que autómatas.
Por eso, en Nietzsche está ínsita una cierta noción de forma política, articulada en torno a la noción griega de areté. Nietzsche nos ha legado, renovada, la moral del guerrero antiguo, opuesta al tipo sacerdotal: “¿Qué es lo bueno? Todo lo que eleva el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo en el hombre. ¿Qué es lo malo? todo lo que produce debilidad. ¿Qué es la felicidad? El sentimiento de que el poder crece, de que una resistencia queda superada”. El hombre de acción, afirmativo, no absolutiza los valores, sino que los pone en movimiento, los transforma, los pone en vigor, los encarna en su propia vida. De él nace una compasión sincera, un altruismo sin utilidades, un egoísmo sin vicio, pues todo ello brota de la sobreabundancia de un carácter vitalizado y fuerte.
Excelente. Está en la línea de la Crítica a Occidente de Guenon, o el Manifiesto contra el progreso de Tobajas. Muy buen artículo.
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