La destrucción capitalista de la familia

El capital se comporta ante cada límite como [si fuera] una barrera”: así se lee, en forma lapidaria, en los Grundrisse de Karl Marx1. Por este motivo, la lógica dialéctica de desarrollo del capital, en los últimos cincuenta años, ha sido la de una progresiva y cada vez más rápida superación de cada límite real y simbólico capaz de oponer resistencia a la extensión omnilateral de la forma mercancía en cada ámbito de la realidad y del pensamiento.

Como se ha tratado de aclarar en nuestro estudio Mínima mercatalia. Filosofía y capitalismo [2012], el capitalismo es hoy absoluto no sólo porque es conforme a su propio concepto (puede finalmente verse a sí mismo reflejado en cada determinación de lo real), sino también porque está “desatado de” (ab-solutus) todo límite residual; y esto en dos sentidos diversos y recíprocamente unidos y entrelazados: en primer lugar, en la actual coyuntura, el capital se ha liberado de todo valor (moral, religioso, etcétera) que pueda frenarlo o al menos ralentizar su desarrollo. Es en este sentido que debe ser explicado el desmantelamiento de la cultura burguesa (preñada de valores no afines a la reproducción del mercado) que el capital ha realizado a partir del ‘68. Destrucción de la cultura burguesa del límite, aniquilamiento de los sistemas socialistas en 1989 y hoy superación, por medio de la Unión Europea, de los Estados nacionales como lugares del primado de lo político por sobre lo económico, constituyen los momentos decisivos de esta lógica de desarrollo que encuentra en el nihilismo de la ilimitación el propio ubi consistam.

En segundo lugar, el capital es ya absolutus, es decir, está “realizado”, en el sentido que ha llevado a cabo sus propias premisas y sus propias promesas. Se ha autonomizado en forma integral con respecto a los sujetos sociales. Ya no tiene que recurrir a su mediación laboral: con la fórmula hegeliana, ha devenido a todos los efectos el nuevo “señor del mundo” (Herr der Welt), independiente y fin para sí mismo2. Todo deviene mercancía y lo económico se alza como único manantial de sentido, en la forma del monoteísmo de mercado, a nivel real, y se llega a la así llamada globalización; a nivel simbólico, se llega a la colonización de lo imaginario por parte de la forma mercancía (deudas y créditos en las escuelas, inversiones afectivas, Azienda Italia3, capital humano, etcétera).

Como lo ha mostrado Costanzo Preve en su Historia de la ética [Storia dell’etica], desde su mirada originaria, el capital promueve el individualismo adquisitivo: aspira a desestructurar toda comunidad extraña al álgido nexo hiperindividualista del do ut des [“doy para que des”] y de la axiomática de lo útil. El sujeto capitalista es en primer lugar el yo abstracto y formal (del cogito de Descartes al Ich Denke de Kant, del homo lupus de Hobbes al yo propietario de Locke), luego el yo desestructurado, haz de percepciones y deseos, plasmado por el movimiento undívago del mercado (de Hume a Nietzsche, hasta Deleuze); hasta el actual “yo mínimo” (Lasch), redefinido en formas inestables y precarias por el flujo heraclíteo de la circulación de las mercancías. Reducido a átomo hedonístico, el yo se encuentra ya falto de espíritu crítico y de personalidad, aliviado como está de cada ligamen simbólico que no sea el código de la forma mercancía.

Entre los obstáculos que el capital apunta a derribar está, ante todo, la comunidad de los individuos solidarios que se relacionan según criterios externos al nexo del yo robinsoniano que entra en relación con el pobre Viernes de turno con el único fin de maximizar el propio egoísmo rapaz y predatorio. El capital aspira, hoy más que nunca, a neutralizar toda comunidad todavía existente, reemplazándola con átomos aislados incapaces de hablar y de entender otra lengua que no sea aquella angloparlante de la economía de mercado.

Según una dinámica iniciada en 1968, la pulverización individualista de la sociedad transforma a los ciudadanos asociados en consumidores individualizados y unidos sólo por el credo consumista: de ello brota la sociedad individualizada de la que somos habitantes, atomizada en la pura serialidad de las máquinas deseantes diferenciadas únicamente por el poder adquisitivo que encierran sus bolsillos.

La igualdad de la homologación forzada y la desigualdad causada por la cada vez más inicua distribución de los bienes coexisten dialécticamente en el paisaje reificado de la contemporaneidad. El actual “bloque histórico”, para decirlo con Gramsci, es aquel en que, en nombre de la libertad individual, por un lado, se legitiman las desigualdades más atroces y, con ellas, la restauración de las viejas jerarquías clasistas anteriormente atenuadas o derribadas por las luchas; y, por otro lado, se promueve el éxodo de los individuos desarraigados desde la comunidad hacia la masificación de los cuerpos y de las conciencias, o sea, hacia formas cada vez más vulgares de homologación y conformismo.

Así es que puede imponerse soberanamente, sin los obstáculos que representan las tradicionales comunidades, la dinámica de universalización del individualismo adquisitivo, aquello que es llamado púdicamente “globalización” por la actual neolengua milimétricamente vigilada. Cifra de la antropología del mercado, la dinámica de universalización del individualismo adquisitivo se sostiene sobre las dos instancias recíprocamente unidas y entrelazadas de la pérdida de la estabilidad del trabajo (el homo precarius, el precariado4 es la auténtica coronación de todo individualismo) y de la disgregación de las anteriores comunidades éticas, familiares, religiosas y estatales. Se explica, desde esta óptica, la función ultracapitalista de la incesante difamación a la que están sometidas la familia, la religión y el Estado por obra de la manipulación organizada y del “se dice” políticamente correcto.

Individualismo desenfrenado y homologación bajo el signo de la mercancía se revelan, una vez más, fenómenos aparentemente antitéticos y, en realidad, secretamente complementarios de la primera sociedad de la historia humana que, en el nombre de la tutela de las diferencias y del carácter irreductible del individuo, ha nivelado completamente la humanidad en un amorfo rejunte de átomos seriales y recíprocamente intercambiables, en el rebaño anónimo de los últimos hombres satisfechos y felices de la vulgaridad hecha mundo.

La misma destrucción de la familia, que se está verificando hoy con intensidad siempre mayor, se inscribe en este horizonte. Si la familia implica, por su naturaleza, la estabilidad afectiva y sentimental, biológica y laboral, su destrucción resulta plenamente coherente con el proceso hoy en marcha de precarización de las existencias.

También en esto, incidentalmente, el pensamiento hegeliano se revela disonante con respecto al presente. Como sabemos, en efecto, Hegel teoriza la estabilidad profesional y afectiva de tipo familiar como fundamento de la eticidad. Allí donde el capitalismo absoluto disuelve ambas, más precisamente, removiendo la estabilidad laboral a través del precariado, hace imposible, de hecho, la constitución del núcleo familiar. En este sentido, con sus batallas contra la familia tradicional, las fuerzas llamadas progresistas no han parado de trabajar para el rey de Prusia, favoreciendo la dinámica misma del mercado y su lógica de desarrollo antiburgués. La familia actual, si es que todavía existe, es desordenada y estratificada, carente de un núcleo y estructurada según las formas más heteróclitas: desde embarazos a través de una persona externa a la pareja hasta las adopciones en las parejas homosexuales, desde las separaciones siempre crecientes hasta la inseminación artificial.

Siguiendo los Rasgos fundamentales de la filosofía del derecho (1821) de Hegel, la familia es el primer momento de la Sittlichkeit, de la “vida ética”: la eticidad es la “idea de la libertad, en cuanto del bien viviente” (§142), “concepto de la libertad que se ha convertido en mundo existente y en naturaleza de la autoconciencia” (§142). Eticidad, en el léxico hegeliano, designa aquel complejo de instituciones (familia, sociedad civil, Estado) en el cual la libertad se realiza objetivándose, o sea, pasa gradualmente de su abstracta expresión individualista a la universalidad históricamente concreta. Hegel dice acerca de la vida sittlich: “son los poderes éticos que rigen la vida de los individuos y en éstos, en cuanto accidentes suyos, tienen su representación, su figura fenoménica y su realidad” (§145). Se invierte el individualismo abstracto robinsoniano en una ética concreta, comunitaria e históricamente determinada: en tal ética, el individuo es proyectado en lo concreto de los nexos intersubjetivos y comunitarios que hacen de él un zoon politikòn. Como ya fue subrayado por la Política de Aristóteles, la familia es la primera comunidad: es la prueba ―contra el moderno robinsonianismo, de Hobbes a Margarete Thatcher― de que el hombre es un animal comunitario, que sólo en la comunidad puede existir y que en la comunidad viene al mundo.

El fanatismo económico aspira a destruir la familia. El capital quiere ver en todo sitio átomos de consumo, anulando toda forma de comunidad solidaria extraña al nexo mercantil. Con las palabras de los Rasgos fundamentales de la filosofía del derecho de Hegel, “el matrimonio, y esencialmente la monogamia, es uno de los principios absolutos en que descansa la eticidad de una comunidad (die Sittlichkeit eines Gemeinwesens) recíproca e indivisa entrega de esa personalidad. La institución del matrimonio es presentada por eso como uno de los momentos de la fundación divina o heroica de los Estados” (§ 167).

La eticidad de la comunidad es exactamente aquello que el integrismo de la economía y sus irresponsables agentes neoliberales apuntan a desestructurar. Desde el ‘68, las fuerzas llamadas progresistas sostienen la misma lógica cultural antiburguesa del capitalismo, siempre a través de nuevas cruzadas contra la familia, el Estado, la religión y la eticidad burguesa: el capitalismo debe destruir el mundo burgués, que lo limita con sus valores; y las izquierdas, luchando contra el mundo burgués y no contra el capitalismo, favorecen la lógica misma de desarrollo del capitalismo. Para aducir un único ejemplo, la actual defensa de las parejas homosexuales por parte de las fuerzas progresistas no basa su centro de gravedad en el justo y legítimo reconocimiento de los derechos civiles de los individuos, sino en la patente aversión ―propia del capitalismo absoluto― respecto de la familia tradicional y, más en general, de la normalidad burguesa y de todas las formas todavía incompatibles con la ampliación ilimitada de la forma mercancía a cada ámbito de la existencia y del pensamiento.

Sabemos que el ultracapitalismo flexible y precario es por su misma naturaleza “juvenilista”, dada la difícil compatibilidad de las franjas no jóvenes con la nueva lógica flexible (véase El hombre flexible de Sennet). Esta última ha creado rápidamente un nuevo modelo humano, el homo precarius, para el que inestabilidad, riesgo e incertidumbre están integradas en la vida cotidiana; y esto según una unión, nunca experimentada antes, de desorganización anómica y de control capilar que coincide, de facto, con el fin de aquello que ha sido definido “capitalismo organizado”.

La larvada teleología de la lógica de precarización está orientada a la transformación ―mediante la inédita “elaboración forzada de un nuevo tipo humano”5 (Gramsci) y una real “mutación antropológica”6 (Pasolini)― de la precariedad en una dimensión natural: y eso de modo tal que todo (desde el trabajo hasta la profesión, desde las relaciones sentimentales hasta aquellas existenciales) devenga flexible y precario.

La desarticulación de las dos instituciones burguesas de la escuela y de la familia ―promovida por la estructura capitalista y santificada por la superestructura de izquierda y posmoderna― se inscribe en esta lógica y, aún más, signa su cumplimiento. A eso se suma la paradoja de los jóvenes que se manifiestan en la plaza para protestar contra la familia y concretamente están imposibilitados para construir una por el camino del precariado y de la desocupación: el cortejo de todos aquellos que trabajan para el rey de Prusia no tiene fin. El capital les impide a los jóvenes estabilizar su vida profesional y sentimental: no les da un trabajo ni una estabilidad necesaria para construir una familia. Y luego, sobre el plano ideológico, las fuerzas llamadas progresistas combaten contra el trabajo fijo y contra la institución de la familia: en ello se revelan orgánicas al capital y a su dinámica, que desde 1968 hasta hoy es una dinámica antiburguesa y, por eso mismo, ultracapitalista.

El neoliberalismo hoy dominante es un águila con sus dos alas desplegadas: la “derecha del dinero” dicta las leyes estructurales, la “izquierda de la costumbre” provee las superestructuras que las justifican sobre el plano simbólico. Así, si la “derecha del dinero” decide que hace falta derribar las fronteras en nombre del mercado único planetario, de la deslocalización del trabajo y de la volatilización de los capitales, la “izquierda de la costumbre” urde las alabanzas de la globalización como reino de los viajes low cost, de la desterritorialización, del nomadismo y de la ausencia de normas fijas; si la “derecha del dinero” establece que el trabajo tiene que ser precario, de modo tal que sean removidos derechos y garantías, la “izquierda de la costumbre” justificará ello por medio de la difamación de la estabilidad burguesa y la monotonía laboral; aún más, si la “derecha del dinero” decide que la familia tiene que ser removida en nombre de la creación de la atomística de las soledades consumidoras, la “izquierda de la costumbre” justifica ello por la deslegitimación de la familia como forma burguesa digna de ser abandonada.

En la familia, propiamente como en el amor estudiado por Hegel en sus escritos de juventud llamados “teológicos”, y en particular en el “fragmento sobre el amor” [1797], la unidad individual deja de ser tal, contra las lógicas disgregantes de lo moderno. Si estas últimas separan al individuo de la comunidad, en el amor y en la vida familiar se hace experiencia de una verdad dual. Así, en una verdadera y propia apertura dual tiene lugar un tipo de ruptura del sí mismo porque el otro lo atraviesa. De ello brota una vida vivida ya no más desde el punto de vista del uno, sino desde el punto de vista del dos, en la forma de una molécula de la comunidad.

El amor es el reconocimiento que sólo mediante el nexo con aquello que en apariencia es otro de sí el sí mismo puede constituirse. El amor es, hegelianamente, la prueba de que el individuo encuentra la propia verdad en el viviente nexo intersubjetivo y no en la propia soledad abstraída. El amor, en los escritos juveniles, es superación de la laceración, reconducción de la multiplicidad a la unidad, necesidad de unidad. El amor, dice Hegel, es “sentimiento del todo”.

En la relación amorosa, unidad y dualidad se pertenecen mutuamente y fundan un nexo en que el individuo no desaparece, sino que se realiza en un nexo plural, en el cual hay espacio para el otro: “en el amor la vida se reencuentra como una duplicación y como unidad concordante de sí misma”. Y todavía más: “en el amor lo separado subsiste todavía, pero ya no como separado, sino como unido; y lo viviente siente a lo viviente”.

La familia, asumida en los Rasgos como primer momento de la vida ética es la concreta realización del amor, su condensación en el plano ético: “el punto de partida objetivo es el libre consentimiento de las personas y precisamente para constituir una persona (Person auszumachen), para renunciar a su personalidad natural y singular, lo cual, según esta consideración, es una autolimitación, pero justamente, puesto que ellas obtienen en él su autoconciencia sustancial, él es su liberación (Befreiung)” (§162). Se realizan autolimitándose, instituyendo un ligamen que los lleva a constituir una única persona: es la verdad dual de la que se hablaba con anterioridad. Y continúa: “la disposición de tener la autoconciencia de su individualidad en esta unidad en cuanto esencialidad que es en sí y para sí, para ser en ella, no como persona para sí, sino como miembro” (§158). Se instaura, justamente, una microcomunidad en la que el individuo no desaparece, sino que se convierte en miembro de una totalidad en la cual él puede realizarse plenamente como individuo.

La familia puede entonces presentarse como el comunitarismo llevado a su célula mínima, o sea, a la relación dual: por esto, como para el comunitarismo, también para el amor familiar el principal enemigo es el egoísmo irresponsable, que olvida a los otros y al mundo en nombre de aquel yo individual robinsoniano que quiere imponer su identidad contra la diferencia y su mundo contra el mundo en común.

Por su parte, el amor y la vida familiar son desinteresadas y altruistas. Con las palabras de Julieta [Giulietta] que tanto golpearon a Hegel: “más te doy, más tengo”. En el nexo de amor, pero finalmente también en el ligamen que une a la madre con el hijo, no hay espacio para la lógica del fanatismo de la economía y para el do ut des: vale un nexo de pura solidaridad gratuita, la lógica donativa que ya rechaza, por su naturaleza, la economía de mercado y la mercantilización de todas las relaciones. Por esto, el capital odia a la familia y al amor; a la familia la sustituye por individuos atómicos unificados sólo por la liturgia del librecambio (el “sistema de la atomística” denunciado por Hegel); al amor lo reemplaza por aquel sucedáneo alienado que es “el amor líquido” e íntimamente autista, aquellas relaciones de puro goce individual en las que el otro figura siempre y únicamente como pretexto para el placer autorreferencial del yo triturado.

El capitalismo paraliza hoy, por tanto, la humanidad en la fase estética de tradición kierkegaardiana: impide cada salto hacia la estabilidad ética y hacia una transcendencia religiosa. Nos quiere a todos como a Don Juan: en ausencia del límite y de la autoridad, no hay más razón para oponerse al puro goce como fin en sí mismo y sin futuro, a la satisfacción vulgar sin dilaciones ni limitaciones, o sea, a la cifra de la mezquina moral hiperhedonista de un sistema que debe inducir al consumo tantálico7 sin frenos inhibitorios, en la búsqueda de una novedad que siempre es la misma. Siguiendo el mito de lo nuevo, Don Juan, tal como sus actuales sucesores posmodernos, repite siempre y únicamente la misma experiencia de goce acéfalo y autista, que jamás se estabiliza en formas éticas.

Todo lo contrario sucede con la vida ético familiar: en ella la natural diferencia de los sexos ―que para Hegel son dos, razón por la cual no deberíamos asombrarnos si un día u otro lo viéramos difamado con la etiqueta de “homófobo”― se desarrolla en sentido ético, se sedimenta en una forma que transciende el simple placer y asume una estructura sittlich: la dualidad alcanza una síntesis superior en una nueva unidad ―la unidad de la vida familiar―, que no neutraliza, sino que, por el contrario, valoriza el individuo realizando sus potencialidades comunitarias. Escribe Hegel: “La determinidad natural de ambos sexos recibe, por su racionalidad, significación intelectual y ética. Esta significación es determinada por la diferencia, en la cual la sustancialidad ética, como concepto, se dirime en sí misma, para adquirir desde esta diferencia su vitalidad como unidad concreta” (§165).

La familia estabiliza en el tiempo el sentimiento de los cónyuges, sustrayéndolo del pasar del tiempo. Tal como lo recuerda Bauman en Amor líquido, en el tiempo de la transitoriedad universal no hay ya más ligamen alguno que sea estable y sólido; e incluso la experiencia amorosa cada vez más a menudo termina por ser “a plazo fijo”, estructuralmente precaria e insatisfactoria. Se eclipsa la fórmula romántica “hasta que la muerte nos separe”. En su lugar, existe una dilatación desmesurada de los confines de las experiencias llamadas amorosas; ocurre así que también una fugaz relación de una noche es etiquetada inadecuadamente como una “relación amorosa”.

Por su lado, el amor verdadero, institucionalizándose en la eticidad de la vida matrimonial, resiste al tiempo y, a su vez, introduce en él la única experiencia del absoluto y de lo eterno que sea posible en el plano de la inmanencia, o sea, aquella del ligamen de amor con el otro entendido como insustituible, en la forma de una relación que aspira a durar para siempre. Por esto, como lo sabía Lacan, la palabra mágica del amor es el encore en el que se condensa la fidelidad a lo mismo. El verdadero amor crece mientras se consume: asume la forma de un inconfesable querer un mismo otro que nunca basta. La persona querida deviene insustituible y, a través del matrimonio, se institucionaliza tal fidelidad a lo mismo.

Como recuerda Massimo Recalcati en Ya no es más como antes [Non è più come prima], el nuestro es el tiempo de la “ideología de lo nuevo”, en el cual ningún sentimiento ni ligamen alguno pueden estabilizarse. Ellos son vividos, bajo el criterio de la circulación de las mercancías, como satisfacciones transitorias y nunca definitivas. El amor, por su lado, en cuanto fidelidad a lo mismo, pero también en cuanto confirmación y duración, constituye una forma de resistencia a las lógicas ilógicas del presente, capaz de experimentar sólo el goce acéfalo de la mónada aislada.

En el amor, como lo recordaba Hegel, hay unidad y dualidad. Escribe Hegel: “La unidad del matrimonio, la cual en cuanto unidad sustancial es sólo interioridad y disposición de ánimo, pero en cuanto existente en ambos sujetos está separada […]” (§173). Ellos se sienten una cosa sola y, juntos, permanecen como dos. La unidad, sin embargo, es alcanzada concretamente como síntesis del amor en el nacimiento de los hijos, que son la unidad en la que los cónyuges transforman en realidad su aspiración a la unión completa: “[…] llega a ser en los hijos, en cuanto unidad misma, una existencia que es para sí (eine für sich seiende Existenz) y objeto, a los que ellos aman como su amor, como su existencia empírica sustancial” (§173).

Este discurso, aquí apenas señalado, y desarrollado en forma necesariamente impresionista (dados los tiempos), nos permite concluir que, en la actual “noche del mundo” del monoteísmo de mercado y del fanatismo de la economía, la familia, donde todavía exista, constituye una heroica forma de resistencia a la mortífera dialéctica de desarrollo del capitalismo. Mientras hay familia, hay comunidad; y mientras hay comunidad, hay esperanza.

1 N. del T.: la expresión de Marx se encuentra en el cuaderno IV de la sección “El capítulo sobre el Capital” de los Grundrisse [1857-1858]. Este capítulo fue escrito entre mediados de diciembre de 1857 y febrero de 1858 (MEW 42, 337).

2 N. del T.: la expresión de Hegel pertenece al capítulo VI. El Espíritu (A. El espíritu verdadero, la eticidad, c. El Estado jurídico) de la Fenomenología del espíritu.

3 N. del T.: como equivalente genérico del caso citado por el autor podría mencionarse la noción proveniente del marketing conocida como “marca país”.

4 N. del T.: el concepto de “precariado”, acuñado originalmente por Guy Standing en The Precariat (2011) [hay edición en español: (2013) El precariado. Una nueva clase social. Barcelona: Editorial Pasado y Presente], hace referencia al amplio sector social que, surgido como resultado de los procesos de globalización en beneficio del capital financiero, estaría caracterizado por la inseguridad laboral, material, y la inseguridad identitaria, existencial. El precariado estaría compuesto, en primer lugar, por la vieja clase obrera industrial, hoy pauperizada, pero también por la clase obrera que no puede acceder a un trabajo estable y por la pequeño-burguesía profesional que sufre la flexibilización laboral. En la visión de Fusaro, el precariado también está compuesto por la vieja burguesía urbana nacional que no puede hacer frente a los procesos de transnacionalización de la economía.

5 N. del T.: la cita fue tomada por el autor del primero de los Cuadernos de la cárcel.

6 N. del T.: el sintagma pasoliniano y su sentido original aparecen desde 1974 en diversas notas publicadas en periódicos y que, en parte, son recuperadas en sus Escritos corsarios (1975).

7 N. del T.: Tántalo es, en la mitología griega, una figura representativa de la vanidad humana y del desafío a los dioses. Rey de Sípilo, en Lidia, fue reconocido por los olímpicos en razón de sus cualidades, e invitado a comer en la mesa de Zeus. Faltó el respeto a los inmortales de diversas maneras, divulgando sus secretos, robando néctar y ambrosía de su mesa y repartiéndolo entre sus compañeros terrenales, entre otras ofensas. Por último, invitó a los dioses a un banquete y, para poner a prueba su omnisciencia, mandó sacrificar a su propio hijo, Pélope, y aderezarlo y servirlo a la mesa. Los dioses adivinaron el engaño y fue condenado a horribles suplicios en el Hades.

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