Fuego en Europa

Por Andrés Berazategui*

Intereses geopolíticos y desafío al orden liberal

Cuando el pasado 24 de febrero comenzó la intervención rusa en Ucrania, el motivo principal que alegó Vladimir Putin para el inicio de las operaciones fue el conflicto que ya llevaba ocho años en Donbás. No insistiremos con el relato de los hechos, dada la amplia cobertura mediática en curso. Desde hace unos años, la situación en aquella región parecía irse aplacando debido al estancamiento de posiciones que generó una frontera de facto entre los territorios controlados por las fuerzas que responden al gobierno de Ucrania y los que están bajo control de los insurrectos de las autoproclamadas repúblicas de Dontesk y Lugansk. Resulta claro, entonces, que la decisión del presidente ruso de comenzar con tamaña operación no puede estar relacionada únicamente con el conflicto de Donbás. La disputa entre Rusia y Ucrania debe ubicarse en un marco mayor en el que señalaremos dos aspectos: por un lado, las consideraciones de tipo geopolítico relacionadas con aspectos de seguridad y de lucha por la hegemonía en Eurasia; y, por otra parte, un desafío de mayor alcance donde una Rusia revigorizada cuestiona el orden internacional en declive que lideran los Estados Unidos.

Rusia y la geopolítica en Eurasia

En estrategia se define como “interés vital” a aquel interés por el cual un actor está decidido a ir a la guerra con tal de defenderlo. En la política interestatal la vida de la población, la posesión o acceso a recursos críticos o el propio territorio pueden señalarse como factores de interés vital para un Estado. Este planifica estrategias para neutralizar las amenazas, razón por la cual las políticas de seguridad y defensa suelen estar en alta consideración en las agendas públicas. Las potencias, como es lógico, suelen tener grandes recursos destinados a tal efecto. La antigua URSS no fue una excepción —todo lo contrario— y su desintegración dejó una gran cantidad de potenciales conflictos que podían llegar a ser muy problemáticos para su principal Estado, la hoy Federación Rusa. Pues bien, la caída de la URSS ha sido considerada por Vladimir Putin como la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX. Razones no le faltan para creer eso. Pero lo más grave de todo, en vista de los acontecimientos posteriores a aquella caída, fue la amenaza que Rusia percibió en una OTAN que avanzaba hacia el este. Históricamente, Rusia tuvo como principal desafío defender su espacio nacional de una multitud de activos y a menudo inestables vecinos, por lo que, como era de esperar, el avance de la alianza atlántica ha dejado intranquilos a los líderes rusos. La razón es de manual: ninguna potencia quiere amenazas próximas a sus fronteras. ¿Tolerarían acaso los norteamericanos una alianza militar china que incluyera, por ejemplo, a países del Caribe, Canadá o incluso a México? ¿Cómo reaccionó EEUU cuando los soviéticos enviaron misiles a Cuba? Ahora bien, nada pudo hacer una Rusia todavía débil en 1999 cuando se produjo la primera expansión de la OTAN de la era postsoviética, en la que se integraron a la alianza la República Checa, Hungría y Polonia. 

Según algunos analistas, al comienzo de la década de 1990 en Rusia no había demasiada preocupación por la OTAN, ya que esta podía contener a una Alemania recientemente unificada. Tampoco se habían dado muestras públicas de parte de la OTAN de querer “marchar hacia el este”, sin contar con que muchos en Rusia consideraron que la expansión de la democracia no necesitaba paralelamente de la expansión de una alianza militar. Pero no pocos en occidente vieron la ampliación de la OTAN como un grave error, entre ellos el estratega George Kennan, el mismo que había concebido la política de contención de la URSS durante la Guerra Fría, en un hoy actualísimo artículo publicado en The New York Times, titulado “A fateful error» [1], es decir “Un error fatídico”. 

Sin embargo, fueron otras las voces escuchadas y la geoestrategia finalmente concebida tenía reservado para la OTAN y la Unión Europea el rol fundamental de ser la “cabeza de puente democrática” de los EEUU sobre Eurasia, como argumentó Zbigniew Brzezinski en 1997 [2]. Este puso el guión a una estrategia seductora para Washington haciendo una relectura neomackinderiana de la geopolítica, ya que consideraba a Eurasia como el principal tablero en la lucha por la hegemonía mundial y donde había que operar en tres frentes: en Europa oriental, donde debía darse una expansión de la UE y de la OTAN (dos arquitecturas institucionales que iban de la mano); en los “Balcanes eurasiáticos”, una región que iba desde el este de Turquía y gran parte de Irán hasta el Asia central,  donde se presentaba una gran inestabilidad que debía gestionarse por la diplomacia y el equilibrio; y por último el lejano oriente, donde una China en crecimiento debía ser contenida para quedar únicamente como una potencia regional.

El mayor temor de Brzezinski era que pudiera tomar cuerpo una alianza antihegemónica que desafiara la supremacía global norteamericana y eventualmente pudiera expulsar a los EEUU de Eurasia. Esa alianza, según el estratega, podía darse entre Rusia, China y eventualmente Irán. Con respecto a Rusia Brzezinski tuvo particulares temores, ya que su territorio le permite actuar tanto en Europa como en el lejano oriente, pero también por tratarse de una potencia nuclear. 

Los académicos liberales pusieron su parte en la política de expansión de la UE y la OTAN hacia el este: en ellos estaba muy arraigada la idea de que los EEUU estaban destinados a llevar la libertad, la democracia y la prosperidad a todo el mundo. El modelo norteamericano de capitalismo y democracia había logrado solucionar las contradicciones de la historia, por lo que la llegada de ese modelo a todo el mundo era cuestión de tiempo. Al menos así lo planteó Francis Fukuyama y muchos lo creyeron.

No era esto lo que pensaban los líderes rusos ni muchos otros líderes alrededor del mundo. Desde fecha temprana, Putin tenía en claro que la expansión de la OTAN era una amenaza a la seguridad rusa y no estaba dispuesto a tolerar miembros de la alianza entre los países limítrofes. Sin embargo, Rusia tampoco pudo hacer nada en 2004  cuando llegó una nueva ronda de ampliación: esta vez se integraron a la alianza Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, Rumania y nada menos que tres países limítrofes, Letonia, Estonia y Lituania (que limita con Kaliningrado). Pero la gota que rebalsó el vaso fue en abril de 2008, cuando la OTAN declaró la voluntad de integrar a Ucrania y Georgia. Como si fuera poco, al mes siguiente se presentó oficialmente la Asociación Oriental, una iniciativa para establecer relaciones conjuntas con los países de Europa del este a partir de la promoción de valores, instituciones e intereses proclamados comunes entre esa región y la UE. Con motivo de una acción militar georgiana sobre dos regiones separatistas, Rusia intervino en la zona y apoyó a las regiones de Osetia del Sur y Abjasia contra Georgia. Esta intervención rusa debió haberles dejado en claro a los occidentales lo que pensaba Putin de aquellos vecinos que mostraran la decisión de unirse a la OTAN.

En Occidente, sin embargo, los políticos no cambiaron el rumbo y apoyaron en Ucrania una “revolución  de color” que logró derrocar al presidente prorruso Yanukovich, en 2014, poniendo nuevamente a Ucrania a mirar hacia occidente. Entonces estalló el conflicto en Dombás, pero no solo allí, sino en casi todas las regiones de mayoría rusohablante. Aprovechando la escalada, una Rusia decidida y activa tomó la península de Crimea. A pesar de todo esto, lejos de ir hacia una política de negociaciones que establecieran el fin de la marcha hacia el este de la OTAN y se definiera la neutralidad de Ucrania, este país insistió en la integración con occidente y la OTAN declaró enfáticamente que cada país podía decidir qué hacer. Los acontecimientos se radicalizaron cuando en el Kremlin percibieron la  inminente integración de Ucrania en la alianza y de que en su territorio se desplegarían misiles.

El desafío al orden liberal internacional

Con toda la importancia que tiene analizar la competencia geopolítica en el tablero eurasiático, este hecho por sí solo no explica totalmente las intenciones de Rusia, ya que en un aspecto de más largo alcance Vladimir Putin desafía al orden liberal internacional que lideran los EEUU. El presidente ruso ha criticado en varias oportunidades los valores que encarna Occidente, con particular énfasis en los discursos que da en el Club Valdai. Además hasta resulta lógico el desafío, teniendo en cuenta que Rusia, como Estado revigorizado, pretende volver por sus fueros de potencia planteando abiertamente el fin del actual orden internacional para dar nacimiento a uno donde se vea más favorecida. Putin busca que ese orden le permita tener participación en los temas significativos de la política internacional, particularmente en aspectos de seguridad. Además, en el Kremlin no quieren simplemente ajustar cambios del actual orden internacional, sino que los líderes rusos pretenden construir uno que contemple las nuevas realidades en la distribución global del poder. Ocurre que, conforme transcurre el tiempo, parece ir quedando en claro que el mundo se está dirigiendo hacia una multipolaridad. Un comentario sobre este punto. La polaridad del sistema internacional está dada por su estructura, o sea por la forma que adopta el sistema internacional. Es decir, aun cuando el sistema internacional es siempre uno y el mismo, puede adoptar diversas formas según las distintas distribuciones de capacidades materiales: con una sola potencia hegemónica, será unipolar; con dos potencias, bipolar; con tres o más potencias, multipolar…

Ahora bien, luego de pasada la bipolaridad y caída la URSS, nació el “momento unipolar” al quedar los EEUU como única superpotencia.  Así, este país se dedicó a expandir sus propios valores e instituciones a todo el orbe, en lo que parecía el triunfo del liberalismo a escala global. En ese contexto de triunfalismo nació la teoría de la paz democrática, una teoría que afirma que las democracias no van a la guerra entre sí, por lo que había que expandir el modelo occidental democrático y capitalista para alcanzar la paz internacional. Y esta expansión de la democracia liberal era positiva para EEUU por dos motivos. Por un lado, si es verdad que las democracias no van a la guerra entre sí, ¿qué mejor aporte a la paz internacional que hacer que todos los Estados sean países democráticos? Pero por otro lado, al ser un orden tendiente a la paz, se interpretaba que más seguros estarían los propios norteamericanos a nivel doméstico, ya que no se verían “forzados” a involucrarse en el exterior, pudiendo ocuparse de su política interna. Los liberales norteamericanos defendieron en los noventa el expansionismo de su propio modelo de orden, identificando el interés internacional por la paz con su propio interés doméstico. Sucede que las potencias tienden a buscar órdenes internacionales que las beneficien, y esos órdenes nacen como expresión del modo de concebir la realidad que tiene cada pueblo. Es decir, de cada espíritu nacional nace una cosmovisión de la que se proyecta un modo de entender cómo debe ser el mundo; aplicado a la política internacional, este es el sustrato sobre el cual se piensan los órdenes internacionales, y son las potencias las que tienen la voluntad y las capacidades materiales para construirlos y mantenerlos. 

Pero los rusos no tienen la misma cosmovisión que los norteamericanos. El orden internacional hoy vigente parte de la filosofía liberal, una filosofía que entiende que el individuo es el alfa y el omega de cualquier orden social. A partir de una confianza ciega en el poder de la razón, esta filosofía da por sentado que más tarde o más temprano toda la humanidad llegará a una misma meta en el futuro; el progreso es ineludible. Pero mientras el progreso avanza, es evidente que los individuos tienen religiones, ideas o intereses diferentes. ¿Cómo solucionar la convivencia entonces, mientras se llega a la meta final de la historia? Pues con un contrato que nace de voluntades libres, racionales y lo suficientemente informadas. Así nacieron el contractualismo, el pensamiento “societario” y los regímenes democráticos modernos. Llévese este mismo razonamiento a la política entre Estados y se tendrá el orden liberal internacional, un orden basado en la promoción de los derechos humanos, la economía libre y la democracia.

Claro que el creador, sostenedor y garante de ese orden eran y son los EEUU, que tienen su propia manera de entender aquellos factores. Y así, con el ascenso norteamericano a la cúspide del poder global, se interpretan los derechos humanos en clave individualista, dando por sentada la existencia de átomos racionales y libres guiados por el propio interés. La economía de mercado implica desregulaciones, restricciones al intervencionismo estatal y una búsqueda incesante de lucro. Finalmente, la democracia no se entiende desde la “voluntad del pueblo”, sino en la articulación de un sistema de contrapesos entre poderes equivalentes, con un sistema político cuya representación la monopolizan partidos políticos y donde se busca la alternancia en el ejercicio del poder. Para los EEUU, todas estas cosas eran positivas cuando en los noventa decidieron expandirlas, pues llevadas a la política internacional creaban “un mundo basado en reglas”. Pero claro que las organizaciones e instituciones que eran las que debían hacer respetar esas reglas, estaban en gran medida creadas y modeladas por los propios EEUU… así ocurrió con la ONU, el FMI, la OMC, la OTAN, etc.

Esta es la situación que desafía y quiere cambiar Rusia. Sus valores no conciben individuos vueltos sobre sí mismos al margen de la vida colectiva; como tampoco que el Estado sea un actor secundario en la economía. ¿Y qué valor puede tener la democracia al uso occidental con la tradición autocrática rusa? Para el Kremlin es inaceptable seguir participando de un mundo basado en la expansión de un orden que, según creen, no los representa debidamente. Por eso afirmamos que en Ucrania no solo se está disputando el destino de unos territorios. Ciertamente, la geopolítica es la primera clave para entender los intereses estatales rusos. Pero lo que principalmente hay que señalar es el desafío de Vladimir Putin al orden liberal internacional. 

Una mirada americana

Argentina debe calibrar sus decisiones en política exterior teniendo en cuenta los dos aspectos que hemos abordado: la vuelta de la política de poder entre potencias con sus tensiones geopolíticas anexas, y el pasaje que se está llevando a cabo hacia un nuevo orden internacional. Antes de analizar el impacto de estas realidades, digamos unas palabras sobre la construcción del poder nacional. Cualquiera sea el escenario que emerja, nuestro país debe aprovechar las próximas tensiones y reacomodamientos internacionales para construir un poder nacional que permita acrecentar su libertad de acción. La cuestión es simple: poco poder, pocas opciones; mucho poder, muchas opciones. Todos los escenarios son malos para un Estado débil. Y el poder nacional se construye potenciando los atributos materiales como el territorio, la población, la economía o la capacidad militar; pero también potenciando los inmateriales como la voluntad nacional, la educación de la sociedad, la calidad de las instituciones o la profesionalización de las elites dirigentes. Luego viene, por supuesto, la capacidad que deben tener quienes conducen un Estado para traducir ese poder en estrategias eficaces y eficientes que permitan tener éxito en el logro de los objetivos nacionales.

Pasemos ahora a los dos temas prioritarios que hemos señalado. Con respecto a las tensiones geopolíticas en curso, una cuestión es evidente, pero vale la pena señalarla: el tablero fundamental de competencia entre potencias continuará siendo Eurasia y nuestro país y América del sur no están allí. Los países de nuestra región (y nos referimos expresamente a América del sur) deberían tener una política coherente y unificada con respecto a aquel escenario. Más importante todavía es entender que Argentina no debe adoptar una estrategia de alineamiento automático con alguno de los actores en pugna. No hay razones para involucrarse “tomando partido” de manera definitiva por alguno de los competidores, ya que estos tienen sus intereses estratégicos principales precisamente allí en Eurasia, no aquí en América del sur. Por lo tanto, hoy puede convenirles tenernos como aliados, pero no mañana. 

Otro punto, con relación a la competencia en el tablero eurasiático, es que a los Estados de nuestra región no les conviene que una alianza antihegemónica expulse de modo definitivo de Eurasia a los EEUU, si es que acaso esto pudiera ocurrir. Un poder norteamericano expulsado del tablero de juego principal (o disminuida su influencia a un nivel secundario) se replegaría sobre nuestro continente, revalorizaría el concepto de hemisferio y volcaría sus principales recursos diplomáticos y militares en nuestra región; en este nuevo reordenamiento, los EEUU buscarían crear una nueva arquitectura de seguridad hemisférica con objeto de proteger sus intereses y, con toda seguridad, nuestros gobiernos deberían lidiar con aún más presiones de los EEUU.  El mejor escenario, para los países de nuestra América, es el de unos EEUU alejados de nuestra región, involucrados consistente y prioritariamente en Eurasia luchando por la hegemonía contra otros poderes.

Con respecto a la potencial emergencia de un nuevo orden internacional, el hecho de que Rusia —o cualquier otra potencia— esté desafiando a los EEUU es en sí misma una buena noticia. Para Argentina y los países de nuestra región las políticas intervencionistas de EEUU han dejado casi siempre malos recuerdos y, en nuestro caso, solo malas noticias. No nos hemos visto beneficiados con el alineamiento automático en la década de los noventa; todo lo contrario. Y las arquitecturas en materia de seguridad y economía que los EEUU han creado, como el TIAR, el FMI, el BM, por ejemplo, o fueron ineficaces o empeoraron en mucho nuestra situación. Un orden internacional donde haya más actores significantes será más positivo para países como Argentina, ya que habrá más alternativas para hacer confluir intereses o buscar recursos.  Todo esto teniendo en cuenta además que Rusia planta cara a la OTAN, una alianza militar que tiene entre sus miembros uno que usurpa parte de nuestro territorio, motivo que debe hacer reflexionar a los políticos argentinos sobre cómo planificar la diplomacia y la defensa nacional con respecto al Atlántico sur.

Inmediatamente aclaramos algo: en los EEUU también están pensando en el pasaje hacia un mundo multipolar. [3] Hay una aceptación cada vez más generalizada en Washington del declive de los EEUU como potencia hegemónica, que es percibida como producto de una nueva distribución de capacidades a nivel mundial. Por lo tanto, hay que entender que no estamos frente a una competencia entre unos EEUU que quieren volver a la unipolaridad y una Rusia o una China que promueven la multipolaridad: estamos en presencia de distintos modos de querer organizar en el futuro próximo un sistema internacional con más de una potencia; incluso puede ser que en el largo plazo haya solo dos. Aún no queda claro exactamente cómo será la nueva distribución de poder. 

Ahora bien, volviendo a nuestro país y a nuestra región: hay que construir un poder nacional orientado, además, hacia la integración con el resto de los países de América del sur. El gran espacio suramericano debe constituirse en un actor significante que tenga reconocimiento y que logre una adecuada y justa representatividad en el orden internacional por venir. Con respecto a la pugna que se lleva a cabo en Eurasia, se deben planificar estrategias que busquen aprovechar al máximo los márgenes de maniobra que siempre quedan en la política internacional cuando hay más de una potencia. Cuando hay una sola potencia hegemónica, como ocurrió en los años noventa, las opciones en política exterior se reducen drásticamente. Para un país como Argentina, un mundo multipolar es en sí mismo más provechoso que uno unipolar. No porque un sistema internacional con varios “polos” sea más justo y más pacífico que uno donde hay una sola potencia en la cúspide del poder; incluso un mundo multipolar tal vez sea más inestable e inseguro, precisamente porque es un mundo con varios actores en competencia. No solo eso, por debajo de esta competencia, habría multiplicidad de Estados que pugnan por sacar ventajas. De allí que para nuestro país lo mejor sea una neutralidad activa: una posición que evite alinearse de manera automática y permanente con un solo actor, pero que busque activamente maximizar poder y obtener recursos aprovechando las tensiones entre las principales potencias. Es un mundo en transición donde emergerán varias alternativas. Es cuestión de aprovecharlas.


*Andrés Berazategui, miembro de Nomos, es Licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad Argentina John F. Kennedy, y maestrando en Estrategia y Geopolítica en la Escuela Superior de Guerra del Ejército (ESGE).


[1] Ver George Kennan, “A fateful error”, en The New York Times del 5 de febrero de 1997.

[2] En su libro El gran tablero mundial. La supremacía estadounidense y sus imperativos
geoestratégicos
, Paidós, Barcelona, 1998.

[3] Ver, por ejemplo, el artículo “The new concert of powers. How to Prevent Catastrophe and
Promote Stability in a Multipolar World”, publicado el 23 de marzo de 2021 en Foreign Affairs, por
Richard N. Haass y Charles A. Kupchan. Haass es el presidente del Council on Foreign Relations.

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