¿Qué representa el liberalismo?

Jean-Claude Michéa es un filósofo francés, que se ha ganado la atención del público por sus profundas críticas y caracterizaciones del liberalismo, al que rastrea históricamente y del que hace partícipe a amplias corrientes de la izquierda actual. Señalado, en su momento, como “el intelectual de los chalecos amarillos”, se ganó por entonces nuestra atención y la de muchos medios alternativos. Aquí acercamos una nueva traducción exclusiva que encaró el equipo de Nomos.com.ar, para seguir dando a conocer la labor de este autor en el mundo de habla castellana.

Por Jean-Claude Michéa

Es cierto que una estrategia política radical está condenada a permanecer ineficaz hasta que sus objetivos clave no hayan sido correctamente identificados. Pero también es cierto que se trata de una tarea que el desarrollo de la sociedad liberal complicó considerablemente. En efecto, el capitalismo contemporáneo funciona ahora infinitamente mejor mediante la seducción que mediante la represión1 (realidad que Guy Debord se esforzó por captar, en su tiempo, bajo el concepto de «sociedad del entretenimiento»). Seguramente no es por azar que la industria publicitaria (a la que se debe añadir las del entretenimiento y la de los medios de comunicación) represente en nuestros días el segundo mayor gasto mundial, justo después de la armamentística. El control cotidiano que esta industria omnipresente ejerce sobre el imaginario de los individuos modernos se revela, con toda evidencia, como más poderoso que el de las viejas religiones o la vieja propaganda totalitaria. No podemos decir, sin embargo, que las organizaciones que todavía hoy pretenden «luchar contra el capitalismo» hayan comprendido, en su conjunto, la verdadera medida de estas nuevas coordenadas. Desafortunadamente, es demasiado claro que la resistencia a los efectos psicológicos y culturales humanamente devastadores de la lógica liberal no constituyen, a sus ojos, una tarea política fundamental (suponiendo incluso que esta tarea puede tener algún significado dentro de su aparato ideológico).

Sin embargo, no es suficiente reconocer que la «sociedad del entretenimiento» se haya convertido en la verdad efectiva del capitalismo avanzado. Todavía debemos sacar la conclusión lógica y reconocer que éste último no puede reproducir las condiciones presentes de su «desarrollo sostenible» sin asegurar permanentemente la complicidad más o menos activa de cada uno de nosotros; o, en otros términos, sin buscar transformar cada sujeto (comenzando preferentemente con los más jóvenes) en un verdugo de sí mismo, capaz de colaborar sin hesitar (y a veces incluso con entusiasmo) al desmontaje de su propia humanidad. Este punto es de una importancia política crucial. Es imposible, en efecto, seguir reduciendo el sistema capitalista desarrollado a una simple forma de organización de la economía, en la que, para volverla humanamente tolerable sería suficiente, en definitiva, «cambiar los modos de distribución y de los gestores en el interior a un modo de vida aceptado por todos sus participantes”2. De esta manera, el capitalismo desarrollado constituye, en realidad, una forma de «civilización» por derecho propio y con múltiples ramificaciones que se encarna en las formas cotidianas de vivir, sin las cuales el crecimiento (dicho de otro modo, la acumulación de capital) se derrumbaría en seguida. Señalaremos, al pasar, que parece muy difícil tomar en cuenta este aspecto esencial del capitalismo sin reintroducir, bajo una u otra forma, el concepto filosófico de alienación, concepto que, como todo el mundo puede notar, ha desaparecido oportunamente, desde hace ya varias décadas, de todas las grillas de lectura de la nueva izquierda (y, en consecuencia, de la nueva extrema izquierda3).

Uno de los objetivos de mi libro El Imperio del mal menor era, pues, contribuir a esta redefinición indispensable de las estrategias radicales invitando al lector a reabrir el registro de los orígenes mismos del pensamiento liberal. En efecto, mi hipótesis de partida es que esto último, cuya sombra se extiende en el presente sobre todos los aspectos de nuestra vida, constituye el único desarrollo coherente de los axiomas fundadores de la modernidad, es decir, del imaginario (según la expresión de Castoriadis) que sostiene desde los siglos XVII y XVIII el proceso de transformación continua de las sociedades europeas. Y la génesis de este imaginario no es, a su vez, plenamente inteligible si no la comprendemos dentro del contexto dramático de las guerras de religión, esto es, de las guerras civiles ideológicas que devastaron las sociedades de ese tiempo con una duración y magnitudes desconocidas en siglos anteriores4. Es sólo a la luz del profundo trauma histórico causado por estas guerras, desmoralizantes5 en todos los sentidos del término, que me parece posible entender la doble convicción que terminó estructurando el imaginario político moderno y, en consecuencia, aquel del mismo liberalismo.

Doble convicción que es, en primer lugar, la idea de que la razón de ser de una organización social y política ya no puede ser la de realizar un ideal filosófico o religioso particular (imponer, por ejemplo, una cierta concepción de salvación del alma o de «vida buena») sino, ante todo, volver imposible el retorno de las guerras civiles ideológicas, asegurando que cada uno de sus miembros esté permanentemente protegido de todos los intentos de hacerlo feliz a pesar de sí mismo (estas tentativas proceden del Estado, de una asociación privada —secta, partido o iglesia— o de otros individuos, puesto que en el paradigma moderno, fundado sobre las ideas generales de desconfianza generalizada y duda metódica, los vecinos y el prójimo constituyen, como se ve claramente en Hobbes, una amenaza potencial al menos tan grande como la representada por el poder político6).

Y, en segundo lugar, la idea de que la única manera racional de alcanzar este objetivo mínimo es instituyendo un poder «axiológicamente neutro» (basado, por lo tanto, en ninguna religión, moral o filosofía determinada) cuya única preocupación sería la de garantizar la libertad individual, es decir, el derecho de todos a vivir en paz, según su definición privada de la vida buena, bajo la única reserva de que el ejercicio de esta libertad no interfiera con la de los otros7. Si el liberalismo debe ser comprendido como la forma más radical del proyecto político moderno, es ante todo porque propone privatizar íntegramente las fuentes perpetuas de discordia que representarían necesariamente la moral, la religión y la filosofía. Esta ambición desmesurada explica que la doctrina liberal (que quiere ser, por definición, extranjera a toda ideología) haya sido sistemáticamente conducida a buscar sus apoyos metafísicos privilegiados, por un lado, en un relativismo moral y cultural («a cada cual su verdad», «sobre gustos y colores no hay nada escrito») y, por el otro, en una cultura positivista de la ciencia y de la «razón», únicas instancias que se supone proporcionan «discursos sin sujetos» y que son, por lo tanto, oficialmente libres de toda implicación filosófica. Aquí se reconocen los dos ejes fundamentales del paradigma «estructuralista» y de sus distraídos desarrollos posmodernos o «deconstruccionistas».

Por lo tanto, es totalmente apropiado comparar la función del derecho liberal a la de una ley de tránsito: su principal preocupación es evitar choques y colisiones entre las libertades ahora concurrentes, cada una de las cuales se organiza, según la expresión de Engels, alrededor de un «principio de vida particular». Esta preocupación puramente práctica (o «procedimental») explica que la política moderna no se presente más (salvo, por supuesto, con ocasión de las comedias electorales, es decir, cuando las diferentes fracciones rivales de la clase dominante son obligadas a negociar compromisos retóricos entre la lógica liberal y la common decency de las clases populares) como una manera de gobernar a los hombres que descanse sobre decisiones filosóficas fundamentales y sobre las que sería necesario debatir seriamente. Por el contrario, pretende definirse como una simple «administración de las cosas» bajo la competencia de expertos, de gerentes y técnicos como los que operan, con la brillante inteligencia que se les reconoce, en el seno de las diversas instituciones del capitalismo internacional (BCE, OMC, FMI, OCDE, etc.). Desde este punto de vista (y si utilizamos el lenguaje introducido en 1975 por el informe de la Comisión Trilateral sobre la «Crisis de la democracia»), es perfectamente legítimo llamar liberal a todo poder que pretenda sustituir las viejas interrogantes «ideológicas» sobre la naturaleza de la sociedad buena o decente por un único problema técnico: el de la gobernabilidad de las sociedades modernas. Problema que constituye, ante ojos liberales, un simple asunto de cálculo y de gestión racional de las relaciones de fuerzas materiales e ideológicas, ajeno por definición a toda preocupación filosófica o moral.

Bajo la forma que acabo de exponer, la teoría liberal original puede, sin embargo, conservar algo seductor para un espíritu anarquista. Después de todo, la idea de una sociedad donde cada uno sería libre de vivir «como considere oportuno» posee, con toda evidencia, algunos aspectos verdaderamente emancipadores. Y, de hecho, no pienso por un momento en negar el papel fundamental que los primeros liberales políticos (como Benjamin Constant o John Stuart Mill) desempeñaron en la promoción de un cierto número de libertades incontestablemente esenciales y que, además, figuran en posiciones destacadas dentro de los programas del movimiento obrero original (pensemos, por ejemplo, en las reivindicaciones de los Cartistas ingleses). Cualquier anarquista encontrará siempre humanamente más aceptable un Estado liberal que la Corea de Kim Jong II o la Camboya de Pol Pot (desgraciadamente nos gustaría poder decir lo mismo sobre todos los iconos actuales del «anticapitalismo» universitario8).

Naturalmente, todo el problema se deriva del hecho de que la puesta en obra concreta de este programa seductor está completamente suspendida sobre un criterio filosófico cuya gestión práctica se vuelve muy difícil de hacer cuando es imperativo mantenerse dentro del marco vinculante de la «neutralidad axiológica» liberal. En efecto, ¿cómo se establece que el ejercicio de una libertad particular no perjudica a la de los demás si tengo que abstenerme, para pronunciar el mínimo arbitraje, de recurrir a cualquier juicio de valor?

Consideremos, por poner sólo un ejemplo tanto familiar como actual, la cuestión de la coexistencia pacífica entre fumadores y no fumadores en los lugares públicos. En primer lugar, notemos que se trata de uno de esos numerosos «problemas» que se resolvían, no hace mucho tiempo, según las reglas habituales de la civilidad o de la simple convivencia, es decir, en ambos casos, sin que el Estado tuviera que intervenir. Desde que, sin embargo, la «opinión» (esa criatura ambigua de los institutos de encuestas) tiende a creer que corresponde ahora a la ley y a los tribunales regular este tipo de cuestiones (y la aparición —ligada a la erosión regular de la civilidad común bajo el efecto de la generalización del modo de vida capitalista— de nuevos tipos de comportamientos individuales, por un lado provocadores, por el otro procesales, hace que esta deriva sea inevitable) lógicamente hay que esperar una multiplicación de estos micro-conflictos y, por lo tanto, el desarrollo de formas inéditas de la guerra de todos contra todos9. Sin embargo, a partir del momento en que se tuvo que resolver este género de conflictos sin salir de un marco definido por sus axiomas positivistas, el derecho liberal no tuvo otra solución (puesto que es evidentemente imposible de satisfacer simultáneamente dos reivindicaciones contradictorias) que fundar su decisión final sobre los equilibrios de fuerzas que afectan a la sociedad en un momento dado; es decir, concretamente, sobre los equilibrios de fuerza que existen entre los diferentes grupos de intereses que hablan en nombre de esta sociedad, y cuyo peso se mide habitualmente en función de la superficie mediática que han logrado ocupar (o al menos que el sistema haya considerado conveniente admitir). Las perpetuas variaciones de estos equilibrios de fuerza son suficientes para explicar la paradoja que se ha vuelto constitutiva de la sociedad liberal moderna. Como todos pueden constatarlo, ella está, en efecto, inexorablemente conducida, en nombre del derecho de todos a realizarse libremente, a expandir indefinidamente el imperio de la ley y del reglamento, y por lo tanto a multiplicar las prohibiciones y las censuras (incluyendo, como ahora vemos, el ámbito de la escritura y de las palabras); y esto, por supuesto, siguiendo el capricho de las nuevas reivindicaciones que cada «comunidad» está invitada permanentemente a presentar a los pies del tribunal, en el nombre de aquello que se le ha enseñado a considerar como la definición no negociable de su propia libertad10.

Sin embargo, está claro que tal atomización de la sociedad por el derecho liberal (y la reaparición de la vieja guerra de todos contra todos que ella implica) sólo puede conducir, en última instancia, a volver imposible toda vida en común. Una sociedad humana, en efecto, sólo existe en la medida en que logre reproducir permanentemente sus vínculos, lo que supone que pueda apoyarse sobre un lenguaje mínimo común a todos los que la componen. Sin embargo, si este lenguaje común debe, conforme a las exigencias del dogma liberal, ser axiológicamente neutro (toda referencia «ideológica» reintroduciría las condiciones de guerra civil) sólo queda una única forma coherente de resolver este problema. Consiste en fundar la cohesión antropológica de la sociedad sobre el único atributo que los liberales siempre tuvieron por común a todo el conjunto de los hombres: su disposición «natural» a actuar según su mejor interés. Por lo tanto, es muy lógico que, en última instancia, la carga filosófica de organizar la coexistencia pacífica de individuos supuestamente opuestos (o que deben ser considerados, por lo menos, según la hipótesis de John Rawls, como «mutuamente indiferentes») deba reposar sobre el intercambio interesado (el famoso «toma y daca» que funda la racionalidad de toda relación mercantil). Tal es, en definitiva, la mayor razón por la cual la economía se ha convertido en la religión de las sociedades modernas.11 Si estamos a priori convencidos de que no puede existir ningún valor moral universalizable, es decir, susceptible de ser entendido y aceptado por todos los miembros de una sociedad libre, la única manera concebible de relacionar (religare) los individuos así atomizados es confiando en los mecanismos «neutros» e impersonales del mercado, es decir, depender, cruzando los dedos, de los beneficios antropológicos de un crecimiento ilimitado. Está claro, en pocas palabras, que el mercado debe aparecer inevitablemente, en un momento u otro, como la única instancia «axiológicamente neutra» capaz de reunirlos nuevamente sin atentar contra su libertad porque el derecho puramente procesal de los liberales no puede cumplir con todas sus virtualidades sin dividir y separar a los hombres (cualesquiera que sean sus intenciones pacificadoras iniciales).

El llamado a desarrollar sin límites filosóficos asignables las «libertades individuales» (que, en su comprensión liberal —y consecuentemente mediática— formalizan menos los derechos del sujeto autónomo que los del individuo atomizado) no está correlacionado por coincidencia a la presente expansión mundial de las relaciones mercantiles (sabemos que, en la estrategia de los Estados occidentales, la artillería pesada del libre comercio y los “ajustes estructurales” siempre está precedida o acompañada por la caballería ligera de la aventura “humanitaria»). Estos dos procesos, que los liberales consideran como igualmente ineluctables, son en realidad las dos caras complementarias de un mismo problema. Si desde ahora en adelante se invitase a cada individuo a replegarse sobre su «principio de vida particular», al tiempo que se exijiera a la colectividad no sólo el simple reconocimiento de este principio (que podría eventualmente ser legítimo), sino su aprobación oficial, en nombre de su autoestima y de su orgullo particulares, sólo podríamos revertir el inevitable regreso de la guerra de todos contra todos bajo una única condición: que todos acepten finalmente entrar en la única forma de humanidad que un liberal tiene por realmente universalizable: aquella del consumidor «cool«, «hype» y «nómade»; entrenado para desear todo y su contrario, de acuerdo al capricho siempre cambiante del mercado mundial.12

Para terminar, me gustaría precisar aún dos puntos. En primer lugar, puesto que critico la utopía liberal de un poder «axiológicamente neutro» (que podría ser ejercido de manera puramente “técnica»), evidentemente no estoy invitando a restaurar un «orden moral» cualquiera o a defender lo que he llamado la «ideología del bien» (o «ideología moral”), con el fin de distinguirla precisamente de lo que Orwell llamó la «common decency«. Una «ideología del bien», en efecto, se define en primer lugar como una construcción erudita (generalmente elaborada en relación con los dogmas de alguna Iglesia o la línea de un partido) que pretende enunciar un cierto número de «verdades» metafísicas sobre la voluntad divina, sobre el sentido de la historia o sobre las finalidades últimas de la naturaleza, con el objetivo esencial de deducir una serie de comportamientos concretos, considerados como «piadosos», «naturales» o «políticamente correctos», que se intentará desde entonces imponer desde lo alto a la gente corriente (y, muy a menudo, en contra de sus convicciones más arraigadas). Una «ideología del bien» afirmará, por ejemplo, que la homosexualidad constituye un «pecado» contra la voluntad divina (variante islamo-cristiana), un síntoma de «decadencia» y de «agotamiento vital» (variante fascista) o incluso una «desviación pequeñoburguesa” (variante staliniana). Tales construcciones ideológicas (prioritariamente destinadas a legitimar prácticas de exclusión y de persecución, dicho de otra manera, prácticas de poder) evidentemente no deberían confundirse con la common decency. Al usar esta última noción, Orwell solo pretendía designar un conjunto de virtudes prácticas tradicionales, como la honestidad, la generosidad, la lealtad, la benevolencia o el espíritu de mutua ayuda (virtudes, agregaba, a las que las personas corrientes otorgan manifiestamente mucho mayor importancia que los intelectuales de las clases ricas) y que pueden reducirse, sin forzar demasiado el significado, a aquellas capacidades psicológicas y culturales de dar, recibir y devolver que Marcel Mauss estableció en su Ensayo sobre el don como el fundamento de las relaciones humanas. Ahora bien, no hace falta decir que estas disposiciones prácticas hacia la generosidad y la reciprocidad (sea que se funden en el significado del otro, sobre el del honor o sobre la simple costumbre) son independientes de la orientación sexual de un sujeto. Es posible, sin dudas, ser un heterosexual egoísta y narcisista, listo para hacer cualquier cosa para enriquecerse, hacerse famoso o adquirir poder sobre los demás; o, al contrario, ser un homosexual atento a las necesidades de sus semejantes y perfectamente capaz de comportarse con los demás de manera simple y humana13. Esta es la razón por la cual una sociedad decente (de acuerdo con la palabra que Orwell usó para designar al socialismo obrero) no tiene, por definición, ninguna posición moral o política particular por hacer valer sobre este género de cuestiones, mientras que, naturalmente, vela por que todos aquellos que deseen debatirlo filosóficamente puedan hacerlo con total libertad (es decir, sin tener que temer ningún proceso). Basta, además, con referirse a La vie des autres, la admirable película de Florian Van Donnersmarck, para comprender de una vez por todas la diferencia radical que separa a la common decency de esas ideologías del bien que los intelectuales ávidos de poder (desde Torquemada hasta Mao) siempre se han destacado por construir e imponer por la fuerza a las clases populares. Es justamente porque en la situación singular donde sus funciones lo han colocado no puede evitar hacer lo único que exige la «decencia común» (a saber: comportarse como un ser humano y no como el mero trabajo de un sistema) que el agente Wiesler encuentra poco a poco la fuerza para cuestionar sus certezas ideológicas y el coraje moral para enfrentar (cualesquiera que sean las consecuencias para su propia carrera) el poder político perverso para el cual había tenido, hasta ahora, la debilidad de llevar a cabo todos sus mandamientos. La vida de los otros aparece, pues, como una puesta en escena particularmente eficaz del eterno conflicto entre la decencia de los hombres corrientes (su preocupación cotidiana, escribía Spinoza, por practicar «la justicia y la caridad») y las exigencias potencialmente mortales de toda «ideología del bien». Desde este punto de vista se trata de una película profundamente orwelliana.

Mi segunda precisión se refiere a la esencia misma de la filosofía anarquista. Subrayo, en efecto, en la última parte de mi ensayo, que el punto ciego de todas las empresas revolucionarias siempre ha sido el problema planteado por la existencia, probablemente inevitable para cualquier tipo de sociedad, de un cierto número de individuos poseídos por una necesidad patológica de ejercer control sobre los otros (sea este control intelectual, psicológico, físico o político). La preocupación por neutralizar la voluntad de poder de este género de individuos está evidentemente en el corazón de la sensibilidad anarquista. Pero esta preocupación no debería conducir solamente a desarrollar una crítica de los límites del «régimen representativo» y a luchar por el establecimiento de instituciones realmente democráticas. Como Stendhal objetaba a Fourier (a quien, por otro lado, admiraba mucho), también debemos entender que, si no estamos atentos, las mejores instituciones políticas del mundo (al igual que las ideas generosas que son su fundamento) serán siempre pervertidas y desviadas de su sentido original por el simple hecho de estar en contacto con esta voluntad de poder de unos pocos. Incluso, y sobre todo, cuando «estos pocos» se arreglan para no ver su propio deseo de poder ni sus manifestaciones más evidentes —por ejemplo, su necesidad infantil de ser admirados (y su dificultad correlativa de aceptar la contradicción), su aptitud notable para conseguir todo lo que quieren culpabilizando14 a sus semejantes, o incluso su gusto pronunciado por la mala fe polémica, las excomuniones y las divisiones repetidas. Este es un fenómeno que la mayor parte de los militantes lamentablemente conoce muy bien, o al menos mientras no piensen ellos mismos elevarse por todos los medios a la cumbre de la Organización revolucionaria (por devoción a la Causa y al espíritu de sacrificio, eso es evidente) ni a mantenerse a partir de entonces por todos los medios concebibles. Y ciertamente no es por azar que fuera justo este problema el que obsesionaba a Orwell y del que dio una magistral descripción política y literaria en Animal Farm. Ciertamente, es desde este lugar preciso que uno tendría que partir si realmente quisiera entender por qué, a lo largo de la historia, se han pervertido tantas ideas políticas generosas, y tantas revoluciones han sido traicionadas. Ser capaz de asir intelectualmente la esencia del capitalismo constituye, por lo tanto, como lo subrayaba al comienzo de esta conferencia, la condición primera de una política radical eficaz. Pero saber reconocer la voluntad de poder de cada uno dondequiera que se manifieste (incluido, naturalmente, en cada uno de nosotros), es sin duda algo al menos igual de decisivo. Esto implica, es verdad, un trabajo psicológicamente complejo y moralmente exigente sobre uno mismo, en los que muchos militantes, oficialmente «dedicados a la causa», tendrán excelentes razones personales para no querer emprender (con motivo, por ejemplo, de que «desviaría la acción» o mostraría un «psicologismo» políticamente sospechoso). Sin embargo, estoy convencido de que si este trabajo preliminar, que nos concierne a cada uno de nosotros como un tema singular, se pospusiera constantemente, ninguna sociedad decente podría ver la luz del día. El fracaso repetitivo (que Sartre describió tan bien en El Engranaje) seguiría siendo la ley eterna de las empresas revolucionarias. Ciertamente no es a mis amigos anarquistas a quienes se lo voy a enseñar. Al menos eso espero.



Notas


1. La aceptación del orden social por parte de las poblaciones occidentales está ahora menos garantizado por la represión que por la seducción. Las coordenadas macroeconómicas dependen en gran medida de la microeconomía afectiva de cada ciudadano —la famosa «moral particular”—, de la manipulación de sus sueños y de sus aspiraciones [Chollet, 2007].

2. Anselm Jappe, La Princesse de Clèves (Texto inédito).

3. Entiendo por una «nueva extrema izquierda» (sería mucho más exacto decir «extrema nueva izquierda») aquella que ha progresivamente reemplazado en su discurso y en sus modos de acción la figura antaño central del proletario (es decir, la del trabajador explotado por los poderes del capital) en beneficio de aquella del excluido (cuya encarnación mediática privilegiada son el sin-abrigo y el sin-documentos), cuando no es aquella del Lumpen (según el término forjado por Marx y misteriosamente desaparecido del vocabulario político contemporáneo). Esta nueva «extrema izquierda» (que sobre todo conservó de la antigua la postura y la retórica extremistas) ciertamente encuentra sus condiciones de posibilidad filosóficas en algunos aspectos de la llamada cultura de «mayo del 68» (aunque sólo fue capaz de cumplir las condiciones de su despliegue efectivo, incluidos los medios de comunicación y financieros, en el marco muy particular de la estrategia mediterránea —y de su entonces ideólogo oficial, Jacques Attali). Sin embargo, una vez recordada esta evidencia, no hemos avanzado mucho desde el punto de vista teórico, puesto que todavía queda por responder la única verdadera pregunta: ¿Qué representa el mayo del 68? La idea de que esto podría ser una realidad homogénea y bien definida (que por lo tanto sería posible celebrar o maldecir en bloque, de acuerdo con las exigencias del posicionamiento periodístico) se trata, en realidad, de un ejemplo de ilusión retrospectiva. En efecto, resulta imposible ignorar, y especialmente desde los trabajos de Kristin Ross, que los «eventos del mayo del 68» fueron, en primer lugar, el punto de telescopado político entre dos movimientos sociales de origen distinto cuya unificación retrospectiva bajo una categoría mediática común es extremadamente problemática: por un lado un movimiento obrero y popular poderoso («la mayor huelga en la historia de Francia»); y por el otro una revuelta de élites estudiantiles cuya lógica y motivaciones reales (más allá de la falsa conciencia que caracterizaba a la mayoría de sus protagonistas) eran de una naturaleza muy diferente, como lo demuestra abundantemente la posterior evolución personal de la mayoría de sus ejecutivos. ¿Qué podía haber en común, por ejemplo, entre la voluntad de los paisanos de Larzac de conservar su derecho a vivir en el país y la de un Daniel Cohn-Bendit, el futuro diputado europeo, invitando a los estudiantes parisinos a abolir todas las fronteras y a celebrar el poder emancipador de todas las formas de «desterritorialización»? Estas observaciones, sin embargo, serían más bien esquemáticas si no se añadiera inmediatamente que cada uno de estos dos mayos del 68 se encontraron atravesados por toda una serie de divisiones secundarias, cada una de ellas oponiendo en cada oportunidad, y bajo formas específicas, un polo radical, que la ideología dominante marginaría rápidamente por todos los medios (piénsese, por ejemplo, en las críticas de orden tecnocientífico y las diferentes experiencias de vida comunitaria o el regreso al mundo rural) y un polo liberal que devendría rápidamente, dentro de la construcción mediática oficial, en la única verdad de estos eventos que, en realidad, fueron múltiples y dispares. Esta serie de contradicciones secundarias explica, por ejemplo, que la secuencia Lukacs-Escuela de Frankfurt-Socialismo y Barbarie-Henri Lefebvre-Internacional Situacionista (que era portadora de una crítica difícilmente recuperable por el modo de vida capitalista) haya sido rápidamente expulsada de la vida intelectual oficial (y por lo tanto también de la memoria de los individuos) en beneficio de la secuencia Althusser-Bourdieu-Deleuze-Foucault-Derrida, cuyas conceptualizaciones elegantes y bizantinas pronto resultarían infinitamente más solubles en el nuevo espíritu del capitalismo (proporcionando así a toda una nueva generación de académicos un fondo de comercio intelectual de rentabilidad sin igual). Baste con releer el texto increíblemente profético de Mustapha Khayati [1966] para comprender inmediatamente lo que podría haber sido, en el período inmediatamente posterior a mayo, las apuestas efectivas de esta verdadera contra-revolución en la revolución. Estas breves precisiones deberían permitir aclarar al tiempo la genealogía política real de esta nueva extrema izquierda «ciudadanista» (según la expresión de René Riesel), hoy sobre-mediatizada; y las razones por las cuales, bajo el nombre de «posmodernismo» o de «french theory«, ha venido a ejercer, mediante las simplificaciones filosóficas de uso, un poder determinante en el campo académico (como en sus diferentes reflejos mediáticos). Sobre este último punto (y a través del ejemplo particularmente revelador de «la impostura Foucault») encontraremos comentarios particularmente pertinentes en la última obra de Jean Marc Mandosio [2008].

4. Uno de los mejores libros sobre la cuestión es sin dudas el de Olivier Christin [1997]. El autor describe de manera extremadamente convincente el movimiento histórico al término del cual los “políticos” y juristas progresivamente suplantaron a los “humanistas” y teólogos en la tarea de definir las condiciones efectivas del proceso de pacificación ideológica de Europa.

5. Podríamos poner en paralelo las etapas decisivas del desarrollo del pensamiento liberal y la forma en que este traumatismo original pudo ser filosóficamente reactivado cada vez que la experiencia histórica entregaba un material comparable al de las guerras de religión: las masacres de Septiembre y el Terror jacobino para Benjamin Constant; Tocqueville y el segundo liberalismo; totalitarismos modernos y guerra fría para los liberales del siglo XX. Sería igualmente interesante estudiar desde esta perspectiva el rol histórico que jugaron en Francia, a fines de los años 1970, las nuevas filosofías y la crítica del totalitarismo: en efecto, fue este movimiento ideológico el que, volviendo conceptualmente posible el paso del “momento 1968” al “momento 1981”, preparó más eficazmente los espíritus actuales a este enfoque puramente “humanitario” y “ciudadano” de las cuestiones políticas, enfoque dominante hoy en día y en el que es difícil encontrar zonas enteras del ideal liberal de «neutralidad axiológica» (los grotescos activistas del Arca de Zoé representan sin duda la forma provisionalmente más aberrante de este deriva inseparablemente ideológica y psicológica).

6. Es sintomático que un representante de la extrema izquierda «posmoderna» haya podido considerar la familia y el vecindario (en otras palabras, esas formas de sociabilidad cara a cara, a lo que los primeros socialistas atribuyeron una importancia tan decisiva en la formación de la conciencia política) como «las formas de sociabilidad más reaccionarias» que existen, oponiéndolas así a la necesidad de progresar «hacia formas de pertenencia cada vez más abstractas en las que el egoísmo no se niega, sino que se reconoce fuera de sí mismo” [Zaoui, 2007, p. 169]. Esta extraña fobia a todo lo que está cerca (que sin duda encuentra algunas de sus claves psicológicas en la historia personal de sus representantes, siendo los primeros “cercanos”, naturalmente, los padres) no sólo explica la dificultad recurrente que esta nueva extrema izquierda experimenta al tratar de comprender la teoría maussiana del don o el análisis orwelliano de la common decency (y, por lo tanto, la idea de que el universal siempre debe arraigarse en un suelo particular). También arroja luz sobre su fascinación característica con la «cibercultura» y, en general, con todas las tecnologías modernas que fomentan el paréntesis del cuerpo y la neutralización de las intimidantes relaciones cara a cara.

7. Desde un punto de vista liberal, por lo tanto, «libertad» designa primero el poder de vivir en paz («el disfrute pacífico de la independencia privada», como escribe Constant). Aquí encontramos la raíz principal del conflicto filosófico que durante mucho tiempo ha enfrentado a liberales y republicanos. Para estos últimos, cuyo pensamiento es parte de la tradición del humanismo cívico florentino (de lo que Pocock llama el «momento maquiavélico»), la libertad política es posible solo con la participación activa de todos en los asuntos de la Ciudad (que incluye, entre otras cosas, un elogio a la devoción a la patria y la obligación militar). La tradición republicana original era, por lo tanto, inseparable de toda una teoría de la «virtud» y de la soberanía popular radicalmente opuesta a las apologías liberales de la tranquilidad egoísta y difícilmente compatible con el pacifismo constitutivo de los modernos. En la Ilustración, la lucha entre estas dos corrientes políticas rivales tomó la célebre forma del debate sobre las respectivas capacidades de socialización de la «virtud política» y el «comercio blando».

8. Sabemos, por ejemplo, que Alain Badiou, considerado ahora por muchos como el representante más intransigente del pensamiento radical, nunca ha sido claro sobre este tema. Es, por otro lado, una de las razones por las cuales Guy Debord consideraba que, entre todos los “residuos críticos” de la época presente, Badiou era con certeza “el peor de todos”.

9. Si quisiéramos tener una idea más precisa de las formas concretas que puede tomar esta nueva guerra de todos contra todos (en la que Engels vio, en 1845, la esencia misma de la sociedad liberal), sería suficiente observar los efectos antropológicos diarios inducidos por la transformación capitalista del ser humano en automovilista.

10. Algunas asociaciones «antitabaco» llegan a exigir el control estatal de las prácticas familiares en nombre de los «derechos del niño».

11. Conocemos la fórmula, de un liberalismo límpido, que Voltaire usa en su carta a la señora d’Épinal: «Cuando se trata de dinero, todos son de la misma religión”.

12. Es necesario agregar aquí que, si bien es cierto que la forma filosóficamente vacía del derecho liberal no puede desarrollarse lógicamente sin apoyarse, en un momento u otro, sobre el contenido antropológico proporcionado por la economía de mercado (sabemos que en Francia, el periódico Liberación ha sido durante mucho tiempo la forma más lograda de esta síntesis inevitable) lo contrario no es del todo exacto. Así, Ludwig von Mises, en 1927, y luego Friedrich Hayek (en una entrevista concedida en 1981 a Mercurio, el diario de la junta chilena) podían defender silenciosamente la idea de que, en ciertas circunstancias, el desarrollo del libre comercio podría muy bien acomodarse a instituciones dictatoriales (von Mises se refirió así a la experiencia del fascismo italiano, mientras que Hayek, este feroz defensor de las libertades individuales, mostró su admiración filosófica por el Chile de Pinochet). Sin embargo, desde un punto de vista liberal, esto solo puede tratarse de «soluciones de emergencia” (para usar la expresión del propio Hayek). Contrariamente a las ideas desarrolladas por Wendy Brown (quien todavía cree, como buen seguidor estadounidense de Foucault, que los valores “neoconservadores” son el complemento espiritual ideal de una sociedad capitalista moderna), parece evidente que la acumulación de capital (o «crecimiento») no podría continuar por mucho tiempo si se basara solo en la austeridad religiosa, el culto a los valores familiares y el ideal patriótico. Todos ven, por el contrario, que debe encontrar sus bases ideológicas permanentes en una cultura de consumo generalizado, es decir, en este imaginario permisivo y rebelde cuyo desarrollo y celebración se ha convertido en el gran asunto de la extrema izquierda contemporánea, que constituye simultáneamente el corazón mismo de la industria del entretenimiento, la publicidad y la mentira de los medios. Tal como lo subraya Thomas Frank «es el mundo de los negocios que, desde los televisores y siempre en el tono histérico de la insurrección cultural, se dirige a nosotros, impactando a la gente sencilla, humillando a los creyentes, corrompiendo las tradiciones y destruyendo el patriarcado«. Es debido a la nueva economía y su culto a la novedad y la creatividad que nuestros banqueros hacen gárgaras para ser «revolucionarios» y que nuestros corredores de bolsa afirman que la posesión de acciones es un arma anticonformista que nos hace entrar al milenario rock’n’roll.” Por lo tanto, es esencialmente por esta razón que las dictaduras liberales nunca pueden tener sino una función histórica provisional: la de «volver a poner en peligro la economía» ahogando eventualmente en la sangre (en el modelo indonesio o chileno) los diferentes obstáculos políticos y sindicales al desarrollo de la lógica capitalista. En última instancia, el régimen representativo (cuyo ingenioso sistema electoral, basado en el principio de alternancia única, constituye la protección más efectiva contra cualquier inclinación de las clases populares a intervenir de manera autónoma en el juego político) se muestra como el marco jurídico y político más apropiado para el desarrollo integral de una sociedad espectacular y mercantil; en otras palabras, de una sociedad en perpetuo movimiento en el cual, como escribió Marx, «todo lo que tenía solidez y permanencia se esfuma y todo lo que era sagrado se profana».

13. Y a la inversa, por supuesto. Cuando Chomsky escribía sobre Foucault, «lo que me sorprendió de él fue su amoralismo total. Nunca me había encontrado con alguien que careciera este grado de moralidad» (entrevista con James Miller, 16 de enero de 1990), su crítica evidentemente no se refería a la sexualidad de Foucault.

14. Al definir la práctica del cortesano por el triple hábito de pedir, recibir y tomar (Las bodas de Fígaro), Beaumarchais ha destacado notablemente el vínculo que une la fascinación por el poder y el desprecio por la «decencia común» (y su triple obligación, en todo sentido contrario, de dar, recibir y devolver). Uno de los primeros síntomas del deseo de poder, es decir, de la necesidad obsesiva de verificar el grado de control sobre los otros, es la tendencia a siempre pedirles algo y, rápidamente, pedirles siempre un poco más (no es casualidad que la sabiduría popular, nuevamente muy maussiana, enseñe que «no hay que pedir», y que la moral manda primero a dar o a ayudar). La figura del golpeador (que se está extendiendo a la velocidad exponencial del desarrollo capitalista) es, por lo tanto, solo el eslabón inicial en una larga cadena que conduce inexorablemente a la del explotador.


Bibliografía


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  • BREAUGH Martin, 2007, L’Expérience plébéienne, Payot, Paris.
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  • CHRISTIN Olivier, 1997, La Paix de religion. L’autonomisation de la raison politique au XVIe siècle, Le Seuil, Paris.
  • DEBORD Guy, 1998, « Lettre à Jean-François Martos du 16 mai 82 », in MARTOS Jean-François, Correspondance avec Guy Debord, Paris.
  • FRANK Thomas, 2008, Pourquoi les pauvres votent à droite, Agone, Marseille.
  • KHAYATI Mustapha, [1966] 1999, De la misère en milieu étudiant, Gallimard, Paris.
  • MANDOSIO Jean-Marc, 2008, D’or et de sable, Éditions de l’Encyclopédie des nuisances, Paris.
  • ZAOUI Pierre, 2007, Le libéralisme est-il une sauvagerie ? Bayard, Paris.

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